giovedì 6 agosto 2015

El sabor de antaño

Quizás comenzó cuando tenía 6 años. La hermana de mi abuelita, la tía Anita vivía en una antigua casona en pleno centro de Lima, al costado de la Iglesia de San Francisco. Cuando mi mamá me llevaba a visitarla para mí era una aventura que esperaba con ansias. Recuerdo subir por las grandes escaleras de mármol y asombrada comprobar el sistema de abrir la puerta. Ella, viviendo en el segundo piso de esta casona, no necesitaba bajar a abrirnos,; bastaba jalar una especie de cordón que se conectaba con la puerta y esta mágicamente se abría. Todo en su casa era fascinante. Me sentía transportada a otro mundo. La tía Anita de 90 años, hacía sus hostias y desde hacía años las vendía a todas las iglesias cercanas del centro de Lima. Yo esperaba fascinada entrar a su taller para ver la fabricación de las hostias y luego obviamente salir cargada con una bolsa llena de desechos de hostia. Luego en casa las embadurnaba con manjarblanco y era la mejor oblea que un niño pudiese desear. No dejaba de sorprenderme su comedor con una mesa tan grande que parecía de convento, pues mi tía Anita había adoptado a tantos niños que siempre faltaba espacio en la mesa. Sillas talladas, jarrones de porcelana, mantel de crochet, todo respiraba a antaño y me fascinaba visitarla. Nos llenaba de cariño y engreimientos  y siempre nos tenía un postre limeño a la hora del lonche.

Mientras mi mamá conversaba con ella, yo solía visitar el oratorio que tenía. Para mi era increíble que alguien tuviese su propia capilla en casa.  Pasar por su cuarto me llenaba de reverencia al ver un crucifijo antiguo como ella, que al morir pasó a mi mamá y ella me lo dio a mí. Es uno de los objetos más preciados que tengo.
Si. Siempre me fascinó el sabor a antaño.
Me sucedía también con mi abuelita que vivía en nuestra casa. Bastaba sólo acudir al cajón de mi abuela en su cuarto para transportarme a otro mundo. Ver su joyero con cajitas de concha de perla que se abrían y cerraban, un cofrecito de madera con una llave chiquitita que me hacía sentir que mi abuelita definitivamente escondía algún tesoro ahí. Tenía un costurero que amaba. Deseaba yo misma cuando aprendiera a cocer tener un costurero con tantas subdivisiones como el de ella. Los álbumes de fotos eran también parte de mi diversión, obviamente no reconocía a nadie en ellos; las fotos parecían de colección pegadas en unos cartones negros y cubiertas con una especie de papel mantequilla como protección. Podía abrir ese cajón mil veces sin cansarme y no sé a donde iban mis sueños y mi imaginación.
Este amor por lo antaño fue creciendo con el tiempo. Cuando viví en Roma uno de mis entretenimientos particulares era ir al Mercado de pulgas de la Av. Ostiense donde podías encontrar cachivaches de los años 60, 70, 80 o mucho más antiguos y podía quedarme horas contemplándolos: desde jarrones, cucharitas, discos, tocadiscos, escritorios, mesas, sillas, sillones, tazas, vasos, adornos, utensilios de cocina… recuerdo haberme comprado un antiguo escritorio que me acompañó fielmente en mis últimos años romanos.

Y como anillo al dedo. Caigo en el país amante de las colecciones, de la historia y de las antigüedades. No hay pueblo en Nueva Zelanda que no tenga una tienda donde se vendan cosas antiguas, pero no sólo antigüedades caras, sino una especie de mercadito de pulga permanente. ¡No lo puedo creer! Puede ser un pueblo enano, de 1000 habitantes, puede no tener un cine pero no le falta una tienda de esta especie.
Cual no fuera mi impresión cuando fui al centro de reciclaje en Oamaru. Hay un mercado de pulgas gigante donde la gente deja sus cosas y todos pueden comprarlas a precios regalados. Steve se tiene que cuidar de llevarme ahí porque me podría llevar todos los cachivaches que encuentro.

¿Es sólo una nostalgia al pasado? No creo. Es verdad que me encanta la historia. Me gusta saber que cada objeto tiene una historia particular, unos dueños que vivieron en otro momento distinto al mío y sus características nos habla del país, de la sociedad y la cultura.
Creo que en ese sentido, soy absolutamente contraria a la cultura del descarte, del usar y botar. Además de que hacemos un gran daño a la naturaleza, considero que los objetos son más valiosos cuanto más viejos y gastados, usados y re-usados. El gran poeta  Whitman decía que en el fondo un hombre sólo necesitaría dos cambios de ropa: uno para trabajar, y un terno para ocasiones especiales.
 Pero creo que más que amor o nostalgia histórica es que me encanta usar cosas que otras personas usaron. Siento que son misteriosas, que cada cosa está cargada con la vida de los otros, con sus alegrías y sufrimientos, con su esfuerzo y trabajo. Me siento en parte conviviendo con ellos, puedo intuir lejanamente cómo sería su vida con este u otro objeto en particular.  

Me siento hija de la historia, hija de mis antepasados y amante de la humanidad.