Me encantan las margaritas. Me hacen acordar a mi madre y a su jardín lleno de ellas. Ella siempre las engríe cuando se las ponen en el centro de la sala. Siempre me ha llamado la atención mi madre porque es una mujer sencilla que se alegra con mi papá con lo más simple de la vida. A mi mamá la veo siempre gozar: con la presencia de sus hijos y nietos, con sus flores; con una vaquita de trapo que le regalaron cuando se estaba recuperando y que hasta ahora la acompaña en las noches. Se alegra con los versos de Facundo Cabral, con su radio y sus mil programas, con las historias que le contamos. Mi papi a sus 90 años goza con su día: acompaña a mi mami buen parte del día, toca su guitarra y hace sus auto-lecciones de la misma, juega ajedrez en la computadora, ve sus toros y programas políticos, no deja de hacer la tinka ni un día, duerme como un oso, lo encuentras en silencio rezando con su breviario y su Biblia o saliendo al Regatas con sus amigos a tomarse una cerveza. Se la pasa jugando con nuestro canario pochito, que lo ha llegado a imitar en el estornudo... ya quisiera yo llegar a la edad de ellos con la alegría del saber vivir con sabiduría, gozando de la existencia.
Es común escuchar y leer que el dolor nos forja en la personalidad,
en la capacidad de sacrificio, amor y entrega. Y es cierto. Si el sufrimiento
se asume con docilidad y entereza hace madurar y crecer a la persona. Pero creo,
que con la misma intensidad la alegría forja
el corazón. Si vemos a los niños, son éstos los que mayor capacidad tienen para
alegrarse y gozar con todo: un dibujo que les mostramos, una mueca particular,
un objeto que nunca habían visto, un logro en el jenka. Todo en ellos es motivo
de risa, alegría y candor.
La alegría es una fuerza ante un bien
presente que genera gozo dentro de nosotros. Viene a ser como el motor que nos
impulsa a vivir, luchar, seguir, caminar, levantarse y tener la mirada siempre
en el alto. Y es que a diario estamos rodeados del BIEN. Todo este bien que se
esconde y se deja ver por doquier nos puede engendrar alegría si tuviésemos el
alma abierta para recibirlo: la alegría por la salud o la compañia cuando
estamos enfermos; un plato esquisito o un arroz con leche compartido con quien
nos quiere; la sonrisa de un hijo y si no lo tenemos la sonrisa del niño en los
brazos de una madre; la belleza de un paisaje exótico o la dulzura de una
margarita; la presencia de los que amamos y están cerca de nosotros o la
certeza del amor que no muere aunque se esté lejos; el éxito en lo que hacemos
o el gozo del logro del que está a nuestro lado. La alegría por gozar de lo
necesario o la alegría en momentos difíciles por solidarizarse con quien no
tiene nada. La risa de una carcajada, o la alegría de una buena broma para
desdramatizar la existencia, relativizando un poco todo lo que nos sucede. La
alegría por una buena comida, una buena película, un buen chiste, una música
que toca el alma, una cama calentita, una mirada cómplice, un copita de vino,
una dormida larga de un domingo, las ocurrencias de los hijos, un encuentro con
un gran amigo, el amor de la pareja, o la risa cuando más mal no nos pudo ir en
el día.
La alegría que al final el mal nunca
vencerá. Que el amor triunfará. Que toda lágrima se secará. Que Dios es bueno y
nos cuida. Que nunca estamos solos. Que siempre está con nosotros y basta darle
nuestra mano para caminar confiados y en paz. Que nos protege y nos guia. Nos
perdona y nos da una palmadita. Nos sorprende y nos da más alegrías cuando menos no lo esperábamos.