Hay bloggers de profesión. Escriben y
comentan los últimos eventos estando muy al día según la rama de su afición. Yo
utilizo el blog más bien como el género literario del diario. Alguien me podría
decir que la diferencia entre el blog y el diario es que el blog se hace
público y el diario es privado. Pero como bien decía Julio Ramón Ribeyro todo
diario tiene la característica de ser público, pues inconscientemente uno sabe
que alguien podrá leerlo. Al momento de escribir el diario uno ya se pone como lector de sí mismo. Hay una especie de
desdoblamiento (no esquizófrenico), pero si una tematización e interpretación
de la propia existencia ante todo para uno mismo y en segundo lugar para
quienes logren leerlo.
Y esta introducción tiene como intención
explicarme a mi misma por qué a veces dejo semanas o algún mes sin escribir
nada. No es falta de tiempo. No. Cuando quiero escribir, siempre tengo tiempo.
Me doy cuenta que necesito poner por escrito lo que vivo y como una especie de
deuda social me siento llamada a comunicarlo. Pero hay espacios en ese vivir
que están marcados por el silencio. Uno es el silencio del dolor y otro es el
silencio de la felicidad. El primero ha sido un compañero conocido en los últimos años,
el segundo creo que es más novedoso.
El silencio del dolor lo he conocido bien. Meses y a veces años sin poder escribir una palabra.
Entrar al corazón era como entrar a una zona de restos arqueológicos, donde la
muerte había avasallado las construcciones y donde cualquier pisada podía
romper los frágiles restos de lo que una vez fue una ciudad encendida. Había
que tener cuidado. Había que hacer silencio y respetar el duelo de la ausencia,
el silencio de Dios que es justo y bueno y que va formando con su amor vida
donde hubo llanto.
Pero hay también el silencio de la
felicidad. Y la felicidad requiere contemplación. Es el estupor por el don y el
amor inmerecido. Es la conmoción de recoger los frutos de alegría sembrados en
el llanto. Es la convicción que Dios no falla en su alianza y que ama con amor
de predilección a todos y cada uno de sus pequeños que lo buscan con devoción.
Es la felicidad donde Él hace todo nuevo
y como con palabras de mis amigos Blanquita Mijares
y Luis Lozano “el matrimonio es una gozada”. Y por ello necesito
silencio, para contemplar la belleza del “nosotros único" que se va
construyendo a punta de amor, esfuerzo, donación, sacrificio, errores y
aciertos, palabras y entrega. Silencio ante la maravilla del “otro” que es toda
creatividad, bondad, juego, inteligencia, sencillez y reflejo del Otro.
Silencio ante el estupor del yo que al sentirse tan amado sólo quiere ser
mejor y más bueno. Silencio ante los sueños y proyectos de un futuro en común
hecho de esperanza compartida.
En conclusión, creo que como lo describe plásticamente Van Gogh, tanto la siembra como la cosecha requieren tiempo y silencio. Quizás seguiré en silencio
por un tiempo, porque la felicidad hay que gozarla.