Habían pasado sólo dos meses y nos habíamos hecho amigas.
Debo confesarlo, era mi engreída. Quizás porque me recordaba a mi papá con su
mirada traviesa y sus preguntas tan inteligentes, o quizás porque como él, Lucía
tenía 94 años.
Fui descubriendo poco
a poco algo de su fascinante historia. Había nacido en Holanda de una familia
aristocrática. Vivió una infancia llena de amor y protección por parte de sus
padres; fue una niña cuidada y engreída. Tenía una personalidad fuerte y mucho carácter. Me decía que al dejar a sus padres, el mundo le chocó demasiado pues nunca imaginó la maldad que encontraría. Era una mujer educada,
culta, artista y su cuarto estaba lleno de los óleos que había pintado durante
su vida. Me gustaba el gato pardo que estaba en el lado izquierdo de su cama:
tenía la mirada inquisitiva, daba un poco de miedo, era un gato independiente y
rebelde, un poco como Lucía; quizás podría ser su auto-retrato. Otro cuadro que
me atraía eran unos árboles en invierno pintados con tinta chincha que
reflejaban un poco esa tristeza y nostalgia de su alma.
Ya no podía caminar. Lucía ya no se movía de su cama, pero
su mente seguía tan vivaz y activa como la de una joven. Le interesaba que le
contara los temas de mi estudio; me hacía preguntas de filosofía y teología y charlábamos
animadamente. Al despedirme siempre me decía: “gracias por venir y espero con
ansias la próxima visita”. Yo también sentía lo mismo. Y apenas entraba a su
cuarto me decía: “tengo algunas preguntas que quería hacerte….” Y comenzábamos nuestra tertulia.
Uno de los recuerdos que se había quedado en su memoria fue
la época de la guerra. Quizás ella era uno de los pocos testigos que aún quedan en esta tierra de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Lucía trabajó para
la resistencia junto con su padre por cuatro años. A sus 18 años, al ser
delgada y menuda los nazis creían que tenía 14 o 15 años. Ella era la
que llevaba la información de la guerra traducida del alemán al inglés a los
británicos. Se levantaba temprano y con su bicicleta recorría distintos caminos para llevar los sobres escondidos para la
resistencia. Cada mañana su madre temía por la vida de su hija, pero Lucía
sentía que lo tenía que hacer. Dice que nunca los nazis la detuvieron pues
pensaban que era tan solo una niña. Me contaba con mucho orgullo esa historia y
me decía que tenía que ayudar a los pobres judíos. Su propia familia perdió todo en la guerra. Ella consideraba que el odio a los judíos era
porque siempre habían sido muy inteligentes. Yo le asentía diciendo que los
más grandes filósofos y los que más me han impactado siempre han sido de origen
judío.
Lucía a sus 94 tenía un carácter fuerte, rebelde, combativo.
Se quejaba de que no era vida estar “como un saco de papas en la cama”. Así que
entre risa y risa le decía que era tan flaca que no podía ser un saco de papas
sino tan solo una elegante dama holandesa; luego me miraba con su rostro pícaro
y nos reíamos las dos.
Sólo el jueves pasado, me decía que aunque nadie le creía
ella volvería a caminar y regresaría a su casa. Toda su vida siguió siendo “la
mujer de la resistencia”. No se resignó nunca a la derrota. Al inicio pensaba
que quizás era muy idealista con sus deseos y sueños. Hoy retiro lo dicho. Hoy que la vi batallar hasta su último
respiro comprendí todo. Lucía simplemente se resistió ante la derrota. De joven
luchó y ayudó a muchísimos judíos en la guerra ante el horror de una muerte
injusta y este tiempo la vi luchar hasta el final por la vida que siempre había
querido. La mujer de la resistencia, de la batalla, la mujer rebelde. Aquella
que sentía que su cuerpo no respondía más a la grandeza de su mente y de su
alma. En nuestra última conversación concluimos que ésta era su nueva batalla: no
desalentarse frente a su inmovilidad y seguir luchando.
Y es así. Es con la muerte que uno comprende la vida de
alguien.
Hoy tuve la bendición que moriste entre mis manos.
Estabas bien hace unos días. Y sin embargo te vino una infección tan fuerte que
no pudiste con ella. Tu muerte fue rápida, batallabas por respirar pero tus
últimos momentos fueron como fuiste tu. Moriste de pie como una guerrera. Ni
una queja, ni un llanto, ni un lamento. Te llené de amor tus últimas horas, me
sentí orgullosa de ser tu amiga, me sentí orgullosa de presenciar a la mujer de
la resistencia en su última batalla. Me sentí feliz de fortalecer tu lucha con
esa agua bendita y mis oraciones constantes. Y ganaste querida amiga. Otra vez.
Has dejado en mí un vacío. Voy a extrañarte. Ya te estoy
extrañando. Pero te agradezco que fuera yo la que tuviese el honor de
acompañarte hasta el final y de poder decirte: llegaste a la meta Lucía, puedes
ya rendirte, ve querida amiga, ve con los padres que siempre te amaron,
descansa en paz que se acabaron las guerras.