Nadie ha regresado de la muerte para describirnos
su misterio. Un atisbo de ella la percibimos cuando fallece un ser querido.
Recién hoy siento la “muerte” como mía. Murió mi padre y una parte de mi se fue
con él. Es un pesar sin posibilidad de analogía con alguna experiencia pasada:
un vacío transparente, un sábado santo sin María, un desierto sin oasis, un
silencio sin eco.
Mi primer amor, mi mejor amigo. Su partida
duele y duele tanto, un amor tan fuerte como la muerte.
No. No basta que me digan que vivió una vida
feliz, que llegó a los 94 como pocos, que ahora está gozando del Cielo o que
cuida desde arriba por todos nosotros. Sí. Todo es verdad, ya lo siento y en
todo eso creo y espero. Pero hoy no necesito ese consuelo. Hoy brota mi dolor y
no le tengo miedo, porque cantar mi dolor es proclamar mi profundo amor por él.
Era un amor tan hondo, tan arraigado en mis entrañas que junto con Marcel
siempre sentía: “no quiero que tu mueras”. El amor pide eternidad, exige un
para siempre, se resiste a la destrucción.
Y en todo esto, aunque no tenga ninguna prueba de ello, la muerte no
tiene la última palabra, más sí el amor.
Desde pequeña fuiste mi héroe y yo la negrita
de tus ojos. Fuiste mi padre y mi mejor amigo. No parabas de jugar conmigo: memoria,
ajedrez, cartas, golpe, y todo juego era una buena excusa para pasar horas
contigo. Hablábamos un idioma interplanetario y nos reíamos por el hecho que
nadie nos entendiera, ni nosotros mismos. Cada sábado invernal nos llevabas a
la Cantuta a pasar el día, con una parada obligada en la panadería Rosé para
comprar el pan baguette y las paltas que llevaríamos felices al picnic a las
afueras de Lima.
Estuviste detrás mío enseñándome a montar
bicicleta. Me llevabas a mi cama en la noche cuando me hacía la dormida para no
irme de tu lado. No había viernes sin ir al Chifa de Ricardo, ni sábado sin ir
al campo a jugar. Encontraba siempre chocolates debajo de mi almohada, y en la
noche a escondidas bajabas sin que me diera cuenta para poner golosinas en mi
lonchera al colegio. Quería ser como tú: inteligente, ordenado, gracioso y lleno de historias, profundo, sencillo y agudo. No te importaba el qué dirán. Reservado y de pocas
palabras que me hacía valorar y darle el peso cuando te escuchaba hablar, pues tus
palabras eran sinceras y directas.
Mi compañero de aventuras: ahí estabas en mi
primer negocio vendiendo brownies. Cada noche me acompañabas y te dedicabas a
medir con tu wincha mis brownies para que salieran perfectamente iguales.
Nunca olvidaré aquél día que hice mi primer
pie de limón y se quemó el merengue. Me pediste que lo hiciera otra vez. La
segunda vez el pyrex reventó. Lloré desconsoladamente. Con mucha paciencia me
tomaste de la mano y me llevaste a comprar un nuevo pyrex a Oeschle para que
hiciera mi tercer pie de limón. La tercera fue la vencida y salió muy rico. Y
esa lección me quedó grabada. Tu perseverancia fue siempre una de tus más notables cualidades.
Mi primer ramo de rosas lo recibí a mis 15 años. Rosas de mi primer amor. Me sentí mujer y amada por ti delicadamente.
Mi primer ramo de rosas lo recibí a mis 15 años. Rosas de mi primer amor. Me sentí mujer y amada por ti delicadamente.
Te acercaste más a Dios en la madurez de tu
vida y Él colmó de alegría y plenitud los años por venir. Me encantaba verte
estudiando la Biblia, el catecismo, rezando tus Laudes y tus vísperas. Cada vez
que hablábamos por teléfono me hacías muchas preguntas teológicas y me sugerías
temas para mis clases. Fue por ti que logré terminar mi PhD. Cada vez que quería dejarlo o aflojaba el paso ahí estabas tú para motivarme a seguir adelante.
Mi padre, mi mejor amigo y te volviste mi
hermano en nuestro peregrinaje de fe. Tu fe se hizo carne: llevabas el
sufrimiento con valentía, los problemas con paciencia, amabas la sencillez de
la vida, tratabas de cambiar cada día, viviste la alegría de la Buena Nueva
disfrutando al máximo las cosas sencillas y hermosas de la existencia. Siempre
le rogué a Dios que no te hiciera sufrir al final de tus días pues ya habías sufrido mucho cuando
joven. Escuchó mis ruegos y te llevó después de almuerzo con el cuidado de
quien recoge a un pajarito después de su último aliento.
Fuiste grande querido padre porque supiste
hacerte pequeño.
Te adoro y en un abrir y cerrar de ojos estaremos de nuevo
juntos.