Un hogar que llamamos nuestro.
Una dádiva de la vida pero un derecho que cada ser humano debería gustar.
Mi nuevo refugio con cuculíes que me cantan canciones de cuna limeñas en estas tierras lejanas.
Un jardín con flores y geranios como el de
mi madre tratando de recrear su regocijo al contemplarlo.
La escogimos toda blanca, con techos altos,
minimalista, llena de luz con un ventanal que se abre al cielo.
Pero somos tierra. Un pedacito de ella nos
hace sentir que un lugar de este vasto mundo es sólo nuestro. Ese refugio para
poder ser libres.
Un refugio donde las paredes conozcan y sigan el hilo de variados pensamientos. Un albergue donde las flores platiquen y el
silencio acoja lo que nuestras voces no son capaces de mendigar.
Un refugio donde de día acojamos al
extranjero y al amigo y donde de noche confiemos al lecho nuestras suspiros y
sonrisas.
Un hogar hecho de ritmos cotidianos: uno
extiende la cama, otro prepara el café; uno lava la ropa mientras el otro riega
el jardín. Uno cocina y los dos se deleitan. Y de esos ritmos cotidianos y con
un vino el fin de semana escapamos del caos sabiendo que al final todo estará
bien.