mercoledì 30 novembre 2011

El mirlo hablador



Era una tarde apacible del octubre romano cuando la brisa es aún suave y los atardeceres bajo el Tíber acompañan a los trasteverinos en sus jornadas otoñales. Pepe, arquitecto de profesión, activista político del entonces partido comunista en los años convulsionados de los 70, había dominado con su liderazgo romano los avatares políticos, sociales de esa parte del Tíber. Cejas pobladas y canosas, mirada inteligente y perspicaz, de baja estatura pero robusto. Descuidado en su vestir, salvo raras ocasiones donde le provocaba ponerse el terno aunque no tuviese ningún compromiso o llevar una corbata de seda lila o una chalina de lana inglesa. En medio de una conversación solía soltar una carcajada contagiosa. Con su sonrisa bonachona dejaba traslucir sus dientes frontales un poco separados y hacía perder el miedo ante una primera apariencia hostil. Desde hacía cuatro años caminaba con dificultad debido a un derrame cerebral. En esa ocasión, sus fieles amigos lo rodearon por días enteros en el hospital San Camilo pues no sabían que consecuencias habría tenido para su salud. El derrame sólo le dejó una cojera pronunciada como rastro que Pepe podía ser siempre golpeado por las batallas de la vida pero nunca vencido. Se negaba a utilizar bastón a pesar de la dificultad que suponía caminar por los adoquines del centro del Trastevere. Refunfuñaba a cualquiera que le aconsejara en este sentido pues para él era una cuestión de orgullo personal. Jamás querría aparecer mayor de los sesenta y ocho años que llevaba con orgullo. Solía argumentar a su favor, que el bastón estaba hecho para las figuras esbeltas y delgadas que podían lucirlo con elegancia, no para tipos como él.

 Era difícil convencer a Pepe de salir de las murallas aurelianas. Parecía que quería concentrar su amada Roma en el pequeño espacio de su estudio. Éste se encontraba a una cuadra del río, frente al puente roto de la época romana. Era un primer piso que había sido parte de una casa construida en 1870. Desde que llegaba en la mañana hasta casi la media noche, el estudio estaba con la puerta siempre abierta a la calle. Era un espacio relativamente grande, aunque todos los libros se rebalsaban de los diversos anaqueles; al entrar uno se topaba inmediatamente con una diosa griega sin cabeza en mitad del cuarto; varios corchos diseminados en las pocas paredes libres que quedaban con diversas fotos. En ellas se podía apreciar algunos trabajos arquitectónicos de su amado Tíber y de la zona de Fiumicino. Quien sabe por qué, este lugar generaba en todos los turistas que pasaban una especie de curiosidad, admiración y misterio. Si alguien le preguntaba a qué se dedicaba respondía que buscaba lograr traducir el diseño arquitectónico en música. Había realizado un proyecto interesante con un puente sobre el Tíber. 


Y ahí estaba Pepe, sentado en un escritorio rodeado de papeles, con el polvo por doquier. Varios libros abiertos y él jugando pacíficamente su solitario con concentración y detenimiento. Se detuvo un momento pensativo y nostálgico. ¿Qué hubiese sucedido hace cuarenta años si en el primer año de matrimonio no hubiese tomado sus maletas para nunca regresar  en la primera discusión con su esposa, cuando le dijo furiosa que se fuera de casa? Si, todos estos años había gozado la libertad que tanto buscaba. Aunque pensándolo bien, a esta edad de la vida era conciente que la misma libertad tenía sus propios condicionamientos. Sin embargo, no se arrepentía de ello. De pronto tuvo una sensación extraña, como una especie de electricidad por todo el cuerpo. Un escosor repentino. La misma sensación que tuvo el día del extraño encuentro con el mirlo.
Tenía ahí tan solo 48 años. Las mujeres que habían pasado en su vida no eran muchas, pero tampoco eran pocas. Ésta se llamaba Costanza. Y Pepe había decidido darle una sorpresa. La llevaría en el caluroso agosto romano a transcurrir unos días en Raballo, Santa Margarita en Liguria, en una casa cerca al mar. Decidió alquilarle un cuarto a una señora viuda.
Cuando Costanza y Pepe llegaron a la casa en un sofocante 10 de agosto, los recibió la anciana y el mirlo que se encontraba en una amplia jaula.
La mañana siguiente Pepe se alzó y despertó tiernamente a Costanza. Decidieron ir a hacer una caminata frente al malecón. Él la esperaba en el pequeño salón marino. Ya habían pasado más de quince minutos y Costanza no salía del baño. Pepe empezó a gruñir. ¿Así sería el resto de la semana? Frente al salón había un pequeño patio. En él se encontraba el mirlo que silbaba de vez en cuando. Pepe, aburrido comenzó a silbar y el pájaro le replicaba. Se inventaba nuevos silbidos y el mirlo los repetía a la perfección… una y otra vez, parecía convertirse en una especie de competencia. Empezó entonces a silbar piezas pequeñas y el mirlo respondió con destreza. Maravillado Pepe quedó en silencio. De pronto, el pájaro silbó largamente y después comentó con mucha claridad: "¿Y ahora qué?".
Pepe quedó consternado todo el día. Costanza le preguntó qué le ocurría. Le contó con detenimiento lo que había hablado con el mirlo. Ella lo miró con escepticismo y con una sonrisa irónica. Pepe siguió pensando en el extraño hecho todo el día. ¿Cómo era posible? Este pájaro tenía un cerebro más chico que una alverja y sin embargo le había hecho descubrir una sorpresa que de vez en cuando la naturaleza reserva.
Costanza no había dejado ninguna huella profunda en su vida, pero el mirlo sí. Costanza no le había creído, el pajarraco había dialogado con él. Recordó esta historia. Recordó a su esposa. Pasó revista a las mujeres que habían pasado por su vida. Y sí, ahora se encontraba solo.  Pero no podía dejar de sonreír ante el pensamiento que un mirlo le había hablado.

sabato 26 novembre 2011

¡Vi su rostro!



Soy de esas personas que en cada acto que realiza tiene que experimentar vivamente el sentido de lo que hace. No sé si es un defecto o una virtud. Es simplemente un dato de mi realidad. La lectura de Levinas, ese gran filósofo judío me ha ayudado enormemente. “Face to Face with Levinas”. Se trata de una entrevista.

 Las personas de origen hebreo tienen una mente privilegiada, una profundidad que pocas veces encuentro en otros autores. No hay nada que hacer. Israel fue el pueblo elegido.

Levinas desarrolla la filosofía del “otro”. Para él la filosofía ética precede incluso a la búsqueda de la verdad y a la epistemología. Digamos que entre todos los trascendentales le da preferencia al bien, sin descartar obviamente ni la unidad, ni la verdad ni la belleza. Quizás lo que me llame la atención no es tanto su opción por la filosofía ética, sino la exigencia tan fuerte que percibe del reclamo del bien. Para él, la relación con el “otro” es una llamada que me exige responder y responder con responsabilidad. Hay como una dimensión infinita en la alteridad del otro: “To be oneself is to be for the other” (ser uno mismo es ser para el otro)
Y creo que su reclamo del bien me apela enormemente en un tiempo en el que como decía Mounier “la causa de la verdad no se distingue a veces de la causa del error sino por el espesor de un cabello”. Sé bien que siempre tendremos que caminar en la oscuridad y en la duda, pero creo que la filosofía de Levinas puede ayudar a discernir la verdad en el espesor de un cabello… justamente confrontándola con el bien. Sólo algo es verdadero si es bueno, o podemos descubrir la verdad profunda de alguien a través de su bondad. Quizás éste es ahora el desafío más interesante de la existencia. Hacer que esa verdad en la que se cree sea realmente hecha toda bondad. Y hacerse bondad es como diría Levinas reconocer el “rostro del otro”, escuchar “la llamada del otro” y “responder responsablemente al otro”. Creo que sólo tratar de vivir una jornada entera en su más honda radicalidad esta llamada es morir seriamente a la propia naturaleza egocéntrica. Y es responder al otro pero sin siquiera por ello hacer un acto reflejo hacia el yo porque está haciendo el bien. El fariseísmo es siempre una tentación. No puedo reducir al otro a una cosa, sino que tengo que hacer silencio para que su rostro me invada con todo su gemido: deseo, necesidad, límite, herida, fragilidad, dolor, ilusión, esperanza…
Solemos pecar de simplones. Se suele etiquetar a todos y de esa manera sentirse seguro. Lo que aquí en Lima se llama en jerga “rajar”, y quien lo realiza “rajona” o “rajón”. El etiquetar a alguien es también la manera fácil de explicar una realidad que me es desconocida o misteriosa, o que simplemente es "diferente" y por tanto acentúa la asimetría de toda relación.  Al no entender la intención profunda que mueve una persona hacia una dirección se prefiere inmediatamente tacharla pues su acción me confronta o simplemente me desestabiliza porque quiero la unidad con el otro y no la logro por que el otro es el "otro".
Pero si yo dejara que alguien apareciera ante mi, sin que yo no ponga ninguna barrera, ni etiquetaje significaría que en ese momento le tengo que brindar mi mayor respeto, o mi mayor caridad, o mi mayor compasión, o mi honda admiración o simplemente no poder emitir ninguna palabra por que es diferente a mi… quizás todas esas actitudes implicarían una muerte verdadera de mi ser. Si veo alguien que me supera realmente  tengo que admirarla con respeto, lo que implica un acto de verdadera humildad. Si una persona realiza un acto repugnable entonces su verdadero rostro me pedirá profunda compasión y perdón, sentimientos que implican una real muerte. Si me encuentro ante una actitud que no entiendo tendría que guardar en el alma el misterio del otro y  morir al deseo de controlar la realidad.  Efectivamente, “exponer mi ser a la vulnerabilidad del rostro del otro es poner mi derecho ontológico a la existencia en cuestión”. 

Y aquí retomo la frase del inicio y por qué escribí este post. El buscar reconocer “el rostro” del otro y responder con responsabilidad ante su llamada da sentido a cada pequeño acto de la jornada: reconocer al que me cuidó el carro, a la señora que trabaja en la casa, a mis padres necesitados, a la voz amiga, a la hermana entrañable, al joven sobrino en búsqueda, al misterio de un amigo que vive de la música, al pobre que extiende su mano… Como diría un dicho judío: “las necesidades materiales de los otros son mis necesidades espirituales”. Cuán mendiga me siento. Y cuánto hoy he recibido.