Era una tarde
apacible del octubre romano cuando la brisa es aún suave y los atardeceres bajo
el Tíber acompañan a los trasteverinos en sus jornadas otoñales. Pepe,
arquitecto de profesión, activista político del entonces partido comunista en
los años convulsionados de los 70, había dominado con su liderazgo romano los
avatares políticos, sociales de esa parte del Tíber. Cejas pobladas y canosas,
mirada inteligente y perspicaz, de baja estatura pero robusto. Descuidado en su
vestir, salvo raras ocasiones donde le provocaba ponerse el terno aunque no
tuviese ningún compromiso o llevar una corbata de seda lila o una chalina de
lana inglesa. En medio de una
conversación solía soltar una carcajada contagiosa. Con su sonrisa bonachona
dejaba traslucir sus dientes frontales un poco separados y hacía perder el miedo ante una primera
apariencia hostil. Desde hacía cuatro años caminaba con dificultad debido a un
derrame cerebral. En esa ocasión, sus fieles amigos lo rodearon por días
enteros en el hospital San Camilo pues no sabían que consecuencias habría
tenido para su salud. El derrame sólo le dejó una cojera pronunciada como
rastro que Pepe podía ser siempre golpeado por las batallas de la vida pero
nunca vencido. Se negaba a utilizar bastón a pesar de la dificultad que
suponía caminar por los adoquines del centro del Trastevere. Refunfuñaba a
cualquiera que le aconsejara en este sentido pues para él era una cuestión de
orgullo personal. Jamás querría aparecer mayor de los sesenta y ocho años que
llevaba con orgullo. Solía argumentar a su favor, que el bastón estaba hecho
para las figuras esbeltas y delgadas que podían lucirlo con elegancia, no para
tipos como él.
Era difícil convencer a Pepe de salir de
las murallas aurelianas. Parecía que quería concentrar su amada Roma en el
pequeño espacio de su estudio. Éste se encontraba a una cuadra del río, frente al puente roto de la
época romana. Era un primer piso que había sido parte de una casa construida en
1870. Desde que llegaba en la mañana hasta casi la media noche, el estudio
estaba con la puerta siempre abierta a la calle. Era un espacio relativamente
grande, aunque todos los libros se rebalsaban de los diversos anaqueles; al entrar uno se topaba inmediatamente con una diosa griega sin cabeza en mitad del cuarto; varios corchos diseminados en las pocas paredes libres que quedaban con
diversas fotos. En ellas se podía apreciar algunos trabajos arquitectónicos de
su amado Tíber y de la zona de Fiumicino. Quien sabe por qué, este lugar
generaba en todos los turistas que pasaban una especie de curiosidad,
admiración y misterio. Si alguien le preguntaba a qué se dedicaba respondía que
buscaba lograr traducir el diseño arquitectónico en música. Había realizado un proyecto
interesante con un puente sobre el Tíber.
Y ahí estaba Pepe, sentado en un escritorio rodeado de papeles, con el polvo por doquier. Varios libros abiertos y él jugando pacíficamente su solitario con concentración y detenimiento. Se detuvo un momento pensativo y nostálgico. ¿Qué hubiese sucedido hace cuarenta años si en el primer año de matrimonio no hubiese tomado sus maletas para nunca regresar en la primera discusión con su esposa, cuando le dijo furiosa que se fuera de casa? Si, todos estos años había gozado la libertad que tanto buscaba. Aunque pensándolo bien, a esta edad de la vida era conciente que la misma libertad tenía sus propios condicionamientos. Sin embargo, no se arrepentía de ello. De pronto tuvo una sensación extraña, como una especie de electricidad por todo el cuerpo. Un escosor repentino. La misma sensación que tuvo el día del extraño encuentro con el mirlo.
Y ahí estaba Pepe, sentado en un escritorio rodeado de papeles, con el polvo por doquier. Varios libros abiertos y él jugando pacíficamente su solitario con concentración y detenimiento. Se detuvo un momento pensativo y nostálgico. ¿Qué hubiese sucedido hace cuarenta años si en el primer año de matrimonio no hubiese tomado sus maletas para nunca regresar en la primera discusión con su esposa, cuando le dijo furiosa que se fuera de casa? Si, todos estos años había gozado la libertad que tanto buscaba. Aunque pensándolo bien, a esta edad de la vida era conciente que la misma libertad tenía sus propios condicionamientos. Sin embargo, no se arrepentía de ello. De pronto tuvo una sensación extraña, como una especie de electricidad por todo el cuerpo. Un escosor repentino. La misma sensación que tuvo el día del extraño encuentro con el mirlo.
Tenía ahí tan
solo 48 años. Las mujeres que habían pasado en su vida no eran muchas, pero
tampoco eran pocas. Ésta se llamaba Costanza. Y Pepe había decidido darle una
sorpresa. La llevaría en el caluroso agosto romano a transcurrir unos días en
Raballo, Santa Margarita en Liguria, en una casa cerca al mar. Decidió
alquilarle un cuarto a una señora viuda.
Cuando
Costanza y Pepe llegaron a la casa en un sofocante 10 de agosto, los recibió la
anciana y el mirlo que se encontraba en una amplia jaula.
La mañana
siguiente Pepe se alzó y despertó tiernamente a Costanza. Decidieron ir a hacer
una caminata frente al malecón. Él la esperaba en el pequeño salón marino. Ya
habían pasado más de quince minutos y Costanza no salía del baño. Pepe empezó a
gruñir. ¿Así sería el resto de la semana? Frente al salón había un pequeño
patio. En él se encontraba el mirlo que silbaba de vez en cuando. Pepe, aburrido comenzó a silbar y el pájaro le replicaba. Se inventaba
nuevos silbidos y el mirlo los repetía a la perfección… una y otra vez, parecía
convertirse en una especie de competencia. Empezó entonces a silbar piezas
pequeñas y el mirlo respondió con destreza. Maravillado Pepe quedó en silencio.
De pronto, el pájaro silbó largamente y después comentó con mucha claridad: "¿Y
ahora qué?".
Pepe quedó
consternado todo el día. Costanza le preguntó qué le ocurría. Le contó con
detenimiento lo que había hablado con el mirlo. Ella lo miró con escepticismo y
con una sonrisa irónica. Pepe siguió pensando en el extraño hecho todo el día. ¿Cómo
era posible? Este pájaro tenía un cerebro más chico que una alverja y sin
embargo le había hecho descubrir una sorpresa que de vez en cuando la
naturaleza reserva.
Costanza no
había dejado ninguna huella profunda en su vida, pero el mirlo sí. Costanza no
le había creído, el pajarraco había dialogado con él. Recordó esta historia.
Recordó a su esposa. Pasó revista a las mujeres que habían pasado por su vida.
Y sí, ahora se encontraba solo. Pero no podía dejar de sonreír ante el
pensamiento que un mirlo le había hablado.