Soy de esas personas que en cada acto que realiza tiene que
experimentar vivamente el sentido de lo que hace. No sé si es un defecto o una
virtud. Es simplemente un dato de mi realidad. La lectura de Levinas, ese gran
filósofo judío me ha ayudado enormemente. “Face to Face with Levinas”. Se trata
de una entrevista.
Las personas de
origen hebreo tienen una mente privilegiada, una profundidad que pocas veces
encuentro en otros autores. No hay nada que hacer. Israel fue el pueblo
elegido.
Levinas desarrolla la filosofía del “otro”. Para él la
filosofía ética precede incluso a la búsqueda de la verdad y a la
epistemología. Digamos que entre todos los trascendentales le da preferencia al
bien, sin descartar obviamente ni la unidad, ni la verdad ni la belleza. Quizás
lo que me llame la atención no es tanto su opción por la filosofía ética, sino
la exigencia tan fuerte que percibe del reclamo del bien. Para él, la relación
con el “otro” es una llamada que me exige responder y responder con
responsabilidad. Hay como una dimensión infinita en la alteridad del otro: “To
be oneself is to be for the other” (ser uno mismo es ser para el otro)
Y creo que su reclamo del bien me apela enormemente en un
tiempo en el que como decía Mounier “la causa de la verdad no se distingue a
veces de la causa del error sino por el espesor de un cabello”. Sé bien que
siempre tendremos que caminar en la oscuridad y en la duda, pero creo que la
filosofía de Levinas puede ayudar a discernir la verdad en el espesor de
un cabello… justamente confrontándola con el bien. Sólo algo es verdadero si es
bueno, o podemos descubrir la verdad profunda de alguien a través de su bondad. Quizás éste es ahora el desafío más interesante de la existencia. Hacer que esa verdad
en la que se cree sea realmente hecha toda bondad. Y hacerse bondad es como diría
Levinas reconocer el “rostro del otro”, escuchar “la llamada del otro” y
“responder responsablemente al otro”. Creo que sólo tratar de vivir una jornada
entera en su más honda radicalidad esta llamada es morir seriamente a la propia
naturaleza egocéntrica. Y es responder al otro pero sin siquiera por ello hacer
un acto reflejo hacia el yo porque está haciendo el bien. El fariseísmo es siempre una tentación. No puedo reducir al otro a una cosa, sino que tengo
que hacer silencio para que su rostro me
invada con todo su gemido: deseo, necesidad, límite, herida, fragilidad, dolor,
ilusión, esperanza…
Solemos pecar de simplones. Se suele etiquetar a todos y de esa
manera sentirse seguro. Lo que aquí en Lima se llama en jerga “rajar”, y
quien lo realiza “rajona” o “rajón”. El etiquetar a alguien es también la
manera fácil de explicar una realidad que me es desconocida o misteriosa, o que simplemente es "diferente" y por tanto acentúa la asimetría de toda relación. Al no
entender la intención profunda que mueve una persona hacia una dirección se prefiere inmediatamente tacharla pues su acción me confronta o simplemente me
desestabiliza porque quiero la unidad con el otro y no la logro por que el otro es el "otro".
Pero si yo dejara que alguien apareciera ante mi, sin que yo
no ponga ninguna barrera, ni etiquetaje significaría que en ese momento le
tengo que brindar mi mayor respeto, o mi mayor caridad, o mi mayor compasión, o
mi honda admiración o simplemente no poder emitir ninguna palabra por que es diferente a mi… quizás todas esas actitudes implicarían una muerte
verdadera de mi ser. Si veo alguien que me supera realmente tengo que admirarla con respeto, lo que
implica un acto de verdadera humildad. Si una persona realiza un acto
repugnable entonces su verdadero rostro me pedirá profunda compasión y perdón,
sentimientos que implican una real muerte. Si me encuentro ante una actitud que no entiendo tendría que guardar en el alma el misterio del otro y morir al deseo de controlar la realidad. Efectivamente, “exponer mi ser a la
vulnerabilidad del rostro del otro es poner mi derecho ontológico a la
existencia en cuestión”.
Y aquí retomo la frase del inicio y por qué escribí este
post. El buscar reconocer “el rostro” del otro y responder con responsabilidad
ante su llamada da sentido a cada pequeño acto de la jornada: reconocer al que
me cuidó el carro, a la señora que trabaja en la casa, a mis padres
necesitados, a la voz amiga, a la hermana entrañable, al joven sobrino en
búsqueda, al misterio de un amigo que vive de la música, al pobre que extiende
su mano… Como diría un dicho judío: “las necesidades materiales de los otros
son mis necesidades espirituales”. Cuán mendiga me siento. Y cuánto hoy he
recibido.
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