Había dado a luz. Estaba en la clínica de pie y mi hermana cargaba a mi hijita.
Era bella, regordita, con sus cachetes rosaditos y unos ojasos grandes. Me la pasó y pensé que era bastante grande para ser una bebita recién nacida.
Acto seguido nos encontrábamos en la cafetería de la clínica
antes de ir al carro. De pronto mi hijita se convirtió en un fetito minúsculo
de apenas un milímetro y estaba en una caja como de hamburguesas de mcdonalds
flotando en una especie de agua verdosa. Le decía a mi hermana que cómo hacía
para cuidarla porque me parecía que se ahogaba. El fetito estiraba sus manitas
y yo lo empujaba para que pudiese respirar. Tenía que seguir observándolo
porque me daba miedo que se muriese. Una y otra vez con la yema de mi dedo la hacía subir por las paredes de cartón.
De pronto entraron varios mosquitos y ya no lograba
diferenciar entre el mosquito y el fetito, ambos eran tan pequeños que mi vista
no podía distinguirlos. Cada vez que lograba ubicar a mi hija me sentía
aliviada.
Al final volví la mirada y el agua de la caja se había vuelto más
turbia que nunca, habían también hojas, pajas, polvo, a tal punto que no logré identificarla. Empecé a llorar en el sueño.
Levanto la caja y había una hendidura como de un centrímetro
de esas cajas de cartón y todo el contenido se fue por la grieta. Mi hija
también. El desconsuelo fue grande.
Me desperté llorando. Le conté el sueño a mi marido. “Son las queridas fraternas me dijo”. Me abrazó y traté de volver a dormir.