venerdì 18 novembre 2016

La mantita de la ternura

El bebé de una amiga no soltaba para nada un pedazo de tela que había encontrado y no había quién lo separara de él. Siempre he pensado que los niños se sienten protegidos con su oso preferido, su muñeca de trapo o cualquier juguete que les hace compañía; al que le pueden hablar o simplemente apachurrar mientras duermen.

Cuando me llegó la mantita que Joan, una abuelita de 92 años me regaló, lo primero que Steve me dijo es “tienes que cuidarla como un gran tesoro”. Y eso mismo sentí yo. Ni bien entré a la casa me senté cómodamente en mi sofá a ver las noticias con la mantita que me había regalado.

No puedo explicar lo que me produce. Es como si me sintiera arropada por el amor de la abuelita, por sus manos trabajadoras, por su temple de hierro que ante su falta de respiración por sus problemas cardíacos sigue tejiendo con tesón y constancia.

En el fondo, cuando estoy con la mantita es como si sintiera la ternura de todos los residentes del hospital donde trabajo. Sus diversos colores pasteles me hacen recordar a cada uno de ellos.

Pienso en la alegre Mayte  que cuando hablamos de recetas con su rostro pícaro me dice que el pescado que comió hoy seguro lleva mucho tiempo fuera del agua.

Recuerdo a Mary y a su fe viva, que sin quejarse nunca de los dolores que la aquejan me dice con cariño: “Rosita, tú le hablas a Jesús como le hablo yo, todo el día?” Amo su fe viva, sencilla, confiada y alegre.

Pienso en Vincent y en su esposa Claire. Vincent es ciego y Claire tiene demencia. Eso no les impide que cuando escuchan música ambos bailan como eternos enamorados muy pegaditos. Vincent me dijo ayer: “Qué haría yo sin ella?” a lo que siguió un romántico beso. Luego me dice con tono grave: “solo quiero ser cada día mejor para ella”. Cada vez que entro a su cuarto es como si entrara a un espacio sagrado de ternura, amor y entrega mutua.

Luego pienso en John. No puede moverse. Sufre de Parkinson. Sólo logra mover la mano derecha. Antes de enfermarse era un hombre muy activo, con una gran hacienda, cazador, deportista, un hombre de éxito y negocios. Tiene la mirada inteligente y aguda.  A veces se nos hace difícil la comunicación porque el Parkinson ha dañado también su voz.  El otro día le di el control, los anteojos, la almohada, el agua cuando sólo quería su pañuelo… nos reímos sin parar. Siempre nos viene una carcajada cada vez que entiendo todo al revés.

Y es como si cada cuadrado de esta mantita trajera a mi mente cada una de las historias y las vidas de mis queridos amigos del hospital. Y soy consciente que cada uno ha ido sumando como los puntos de un tejido una mantita de ternura que me cubrirá por siempre.



mercoledì 5 ottobre 2016

Pensando en las víctimas


No puedo poner nombre a su dolor.
Se esconde en los laberintos de una memoria colectiva.
Sólo sé que añejo es su olor
y rojo pálido su color.

Se trata de un dolor que quiso ser ahogado.
Lleva el rostro de todos y de ninguno.
Sólo sé que data de un ayer prolongado,
de un sufrimiento perpetrado por malvados.

Quizás no hay nombre para este dolor
porque fue un atentado contra lo más sagrado.
 Quien osa burlarse de lo divino
 Más le vale no haber sido engendrado.

Lloro por lo que pudo ser y no fue
Lloro por las vidas perdidas
Por las confianzas hundidas en el pozo de las tristezas

que esperan ser redimidas.

Setiembre 2016

martedì 28 giugno 2016

A la mujer de la resistencia


Resultado de imagen de la resistencia contra los nazisHabían pasado sólo dos meses y nos habíamos hecho amigas. Debo confesarlo, era mi engreída. Quizás porque me recordaba a mi papá con su mirada traviesa y sus preguntas tan inteligentes, o quizás porque como él, Lucía tenía 94 años.
 Fui descubriendo poco a poco algo de su fascinante historia. Había nacido en Holanda de una familia aristocrática. Vivió una infancia llena de amor y protección por parte de sus padres; fue una niña cuidada y engreída. Tenía una personalidad fuerte y mucho carácter. Me decía que al dejar a sus padres, el mundo le chocó demasiado pues  nunca imaginó la maldad que encontraría. Era una mujer educada, culta, artista y su cuarto estaba lleno de los óleos que había pintado durante su vida. Me gustaba el gato pardo que estaba en el lado izquierdo de su cama: tenía la mirada inquisitiva, daba un poco de miedo, era un gato independiente y rebelde, un poco como Lucía; quizás podría ser su auto-retrato. Otro cuadro que me atraía eran unos árboles en invierno pintados con tinta chincha que reflejaban un poco esa tristeza y nostalgia de su alma.
Ya no podía caminar. Lucía ya no se movía de su cama, pero su mente seguía tan vivaz y activa como la de una joven. Le interesaba que le contara los temas de mi estudio; me hacía preguntas de filosofía y teología y charlábamos animadamente. Al despedirme siempre me decía: “gracias por venir y espero con ansias la próxima visita”. Yo también sentía lo mismo. Y apenas entraba a su cuarto me decía: “tengo algunas preguntas que quería hacerte….”  Y comenzábamos nuestra tertulia.

Uno de los recuerdos que se había quedado en su memoria fue la época de la guerra. Quizás ella era uno de los pocos testigos que aún quedan en esta tierra de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Lucía trabajó para la resistencia junto con su padre por cuatro años. A sus 18 años, al ser delgada y menuda los nazis creían que tenía 14 o 15 años.  Ella era la que llevaba la información de la guerra traducida del alemán al inglés a los británicos. Se levantaba temprano y con su bicicleta recorría distintos caminos para llevar los sobres escondidos para la resistencia. Cada mañana su madre temía por la vida de su hija, pero Lucía sentía que lo tenía que hacer. Dice que nunca los nazis la detuvieron pues pensaban que era tan solo una niña. Me contaba con mucho orgullo esa historia y me decía que tenía que ayudar a los pobres judíos. Su propia familia perdió todo en la guerra.  Ella consideraba que el odio a los judíos era porque siempre habían sido muy inteligentes. Yo le asentía diciendo que los más grandes filósofos y los que más me han impactado siempre han sido de origen judío.
Lucía a sus 94 tenía un carácter fuerte, rebelde, combativo. Se quejaba de que no era vida estar “como un saco de papas en la cama”. Así que entre risa y risa le decía que era tan flaca que no podía ser un saco de papas sino tan solo una elegante dama holandesa; luego me miraba con su rostro pícaro y nos reíamos las dos.
Sólo el jueves pasado, me decía que aunque nadie le creía ella volvería a caminar y regresaría a su casa. Toda su vida siguió siendo “la mujer de la resistencia”. No se resignó nunca a la derrota. Al inicio pensaba que quizás era muy idealista con sus deseos y sueños. Hoy retiro lo dicho.  Hoy que la vi batallar hasta su último respiro comprendí todo. Lucía simplemente se resistió ante la derrota. De joven luchó y ayudó a muchísimos judíos en la guerra ante el horror de una muerte injusta y este tiempo la vi luchar hasta el final por la vida que siempre había querido. La mujer de la resistencia, de la batalla, la mujer rebelde. Aquella que sentía que su cuerpo no respondía más a la grandeza de su mente y de su alma. En nuestra última conversación concluimos que ésta era su nueva batalla: no desalentarse frente a su inmovilidad y seguir luchando.

Y es así. Es con la muerte que uno comprende la vida de alguien.

Hoy tuve la bendición que moriste entre mis manos. Estabas bien hace unos días. Y sin embargo te vino una infección tan fuerte que no pudiste con ella. Tu muerte fue rápida, batallabas por respirar pero tus últimos momentos fueron como fuiste tu. Moriste de pie como una guerrera. Ni una queja, ni un llanto, ni un lamento. Te llené de amor tus últimas horas, me sentí orgullosa de ser tu amiga, me sentí orgullosa de presenciar a la mujer de la resistencia en su última batalla. Me sentí feliz de fortalecer tu lucha con esa agua bendita y mis oraciones constantes. Y ganaste querida amiga. Otra vez.

Has dejado en mí un vacío. Voy a extrañarte. Ya te estoy extrañando. Pero te agradezco que fuera yo la que tuviese el honor de acompañarte hasta el final y de poder decirte: llegaste a la meta Lucía, puedes ya rendirte, ve querida amiga, ve con los padres que siempre te amaron, descansa en paz que se acabaron las guerras.


sabato 30 aprile 2016

A Dios no se le puede robar


No suelo escribir sobre mi fe pero hoy no puedo no hacerlo.
El Sodalicio robó a algunos su juventud, su libertad y su conciencia.
Yo sentí que me robaron mi vocación. A mi nadie me lavó el cerebro sobre ella. Desde que era pequeña quería ser misionera, irme al África, ayudar a los niños pobres y a los sufridos.
Desde niña leía en las noches la Biblia y me parecían hermosas las historias de Jesús. Me enamoré de Él y quise desde pequeña seguir sus pasos. A los 15 años, en medio del mar en México, decidí que lo seguiría siempre (tomé la foto de arriba sellando mi pacto de amor con Él). 
Mi caminar por el Sodalicio fue apagando esa llama ardiente, pues a modo que pasaban los años, el ideal que se nos inculcaba se alejaba de Jesús y se cambiaba por metas mundanas y superficiales como el éxito eclesial, los  números, las obras y la eficacia. Y mientras mentalmente me convencía que de eso se trataba, mi tristeza iba creciendo sintiéndome cada vez más un pez fuera del agua. Desde que llegué a Roma fui haciendo mi propio camino espiritual, redescubriendo al Jesús de mi niñez. Cuando después de unos años descubrí las atrocidades cometidas, me sentí totalmente abandonada por Dios.
“¿Cómo pudiste hacerme eso?
¿Cómo pudiste dejar que me robaran mi vocación?
¿Dónde dejaste a esa niña que quería seguirte hasta África y ayudar a los más necesitados? 
¿Porqué permitiste que esos depravados hiciesen tanto mal a tantas personas?”
Me peleé con Dios, le discutía y siempre en el fondo le decía: “no dejes que te abandone aunque me sienta abandonada por Ti”.
Y así fue… una y otra vez fue abriéndome el camino para hacer el bien...como en México con una labor preciosa por la promoción de la mujer en las comunidades indígenas.
Sin embargo, siempre quedaba en mi un dolor de pérdida, una tristeza honda de haberme robado el tesoro más precioso que tenía y le preguntaba a Dios ¿qué vas a hacer?
Mi marido cada vez que le contaba de nuestra linda aventura al comenzar la Fraternidad – donde éramos un grupo de jóvenes que sinceramente queríamos servir a Dios y a los demás-, con mucha sabiduría me decía: “Rocío, no te preocupes, el círculo de la vida siempre se cierra”.
Ya me sentía inmensamente feliz por compartir todo mi amor con el maravilloso esposo que Dios me había puesto en el camino. Sin embargo, la pregunta continuaba ¿cómo poder seguir siendo un instrumento de su amor?
El 25 de marzo de este año, la Fraternidad Mariana de la Reconciliación cumplía 25 años de fundación. Me sentí triste por todas ellas, porque sé lo que están sufriendo y porque sé que muchas sólo querían seguir a Jesús y ayudar a los demás, como yo cuando era joven y les vendieron gato por liebre. Me puse a rezar los salmos y las lecturas del día. Cuál fue mi sorpresa cuando salió esto:
eres príncipe desde el día de tu nacimiento
entre esplendores sagrados yo mismo te engendré como rocío
antes de la aurora.
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec”. 
Y sí. La vocación es esa historia de amor entre el alma y Dios. El llamado que siento a servir a los demás no es algo "institucional"; no es del rito de Leví, sino del rito de Melquisedec, no depende de los hombres.
Y por fin entendí: nunca pudieron robarme mi vocación... pues si hay algo que no le pueden robar a Dios son los corazones de los que lo aman. Y quizás con esto ahora comprenderán un poco más, porque estoy tan feliz de haber sido llamada a ser capellán de enfermos y ancianos, porque ahora sí como cuando era niña, puedo seguir a Jesús como siempre lo soñé: en libertad y consolando a los que sufren.







lunedì 18 aprile 2016

No hay que tener miedo


No hay que temer el caos. 
Si las aguas se mueven es señal de vida y de cambio. 
No hay que querer regresar a la aparente paz de un charco de aguas podridas.
Cuando contemplo el bosque por donde camino cada día es bastante desordenado, justamente porque está vivo: nace, crece, se multiplica, se destruye, renace, florece. El caos es señal de vida. 

No hay que tener miedo al carrusel de sentimientos como la ira, tristeza, alegría, decepción, esperanza y desesperanza. En un tiempo de crisis, cuando lo más querido se tambalea por dentro, es tan humano sentir de todo, y tan importante vivir con profundidad cada una de las experiencias y sentimientos.

No hay que tener miedo a los que hablan por justicia, a los que hablan con dolor, a los que hablan con verdad, a los que hablan sin reflexión, a los que hablan por tristeza, a los que hablan por venganza o ignorancia. Lo único que siempre queda al final, es la verdad de lo que somos y hacemos. Y nada ni nadie nos puede apartar de eso.

No hay que tener miedo a decir lo que pensamos, confundiendo prudencia con pusilanimidad. A veces el mal nos quiere frenar bajo prisma de no buscar el conflicto. En un mundo donde el mal y el bien se hayan juntos, -empezando por nosotros mismos- siempre habrá conflicto y sólo descansaremos cuando muramos.

No hay que tener miedo a callar si la situación lo amerita.

No hay que tener miedo a hablar si la situación lo amerita.

No hay que tener miedo a ser humildes, a bajar las defensas.

No hay que tener miedo a equivocarnos, a fallar, a fracasar.

No hay que tener miedo de cansarnos. 

No hay que tener miedo de rebelarnos.

No hay que tener miedo de sentirnos confundidos, dudosos, perplejos, inseguros, sin certezas… es el verdadero camino de la vida y del misterio de la fe, que camina más en la oscuridad que en la luz.

No hay que tener miedo de cargar nuestro pecado y el de los que nos precedieron, sólo así todos nos redimiremos.

No hay que tener miedo a que nos destrocen sintiendo el dolor de la pérdida. Pensemos en cómo se hace el pan. Es el trigo, el mismo grano que primeramente debe ser triturado, para que luego junto a otros granos triturados se puedan convertir en la masa que luego dará como fruto el pan. Si se quiere edificar algo nuevo, porque descubrimos que el edificio tenía los cimientos débiles o corroídos, sólo se edificará con el grano triturado del orgullo, la vanidad, el dolor, la tristeza, la decepción. No se puede ser de Dios si uno no se deja triturar por todo lo que ha llevado el signo de la muerte.


Y si sentimos miedo sólo recordemos que Dios no falla, porque nada ni nadie puede apartarnos de su amor.