Ha pasado ya un tiempo de tu partida y aún no había podido escribirte.
Las lágrimas esfumaban toda letra y el dolor atoraba mis
palabras.
En una tarde en que
tu cuerpo no te respondía y sufrías con el desgaste de tus fuerzas recuerdo que
me dijiste cuánto extrañabas el consuelo de tu madre como hoy extraño el tuyo.
Hay una soledad que
todos padecemos, pero la soledad del huérfano es propia.
Extraño tu voz
dulce, tu ternura continua, tu consuelo en mis problemas, tu orgullo de madre,
tus ojos que leían mi alma como en un espejo y que me hacían sentirme conocida
y comprendida hasta lo más íntimo de mi ser.
Extraño tu bondad
sin límites, tu inocencia de niña, tu sabiduría añeja y tus bromas vivarrachas.
Extraño tu compasión
por todo el que sufría y te necesitaba
extraño tus ojos
contemplando tu jardín y tus margaritas.
Extraño tu voz
entusiasta cantando en misa, y tu mirada fija clavada en el Sagrario.
Extraño viendo
nuestra telenovela juntas, bailando con la música o escuchando tus poemas de
Cabral.
Extraño no poder
leerte por primera vez, como siempre lo hacía cualquier escrito o ensayo que
publicaría.
Con tu partida perdí
la cuna a la que siempre regresaba para sentir tu suavizo canto y tus cuentos de hadas con el que
lograbas convencerme de mundos infinitos y desconocidos.
Con tu partida maduré y de pronto estoy de pie con la frente en alto y como lanzada al mundo. Con tu partida estoy dispuesta a seguir viviendo el misterio de la existencia y ser para otros lo que tu fuiste para mi: una madre de amor sin límites, de amor feliz y entregado con el que pude saborear el corazón infinito de Dios.
Recuerdo tus últimas
palabras antes de despedirnos: “recuerda que Dios te llamó, eres de él y
nunca te ha dejado. Te llamó desde pequeña cuando con tus ojos negros parecía
que querías abrazar el mundo. Este es sólo el inicio mi querida negrita”.
Si madre, este es
sólo el inicio de tu camino en mi y de mi camino en ti.
Te quiero con toda mi alma,
Tu hija Rocío.