leí un artículo sobre la cultura de la felicidad de un
historiador estadounidense que iniciaba señalando un adagio ruso: “si alguien
se dice feliz o es un tonto o un americano”.
Me pareció interesante que un
norteamericano sea autocrítico con su misma cultura acusándose de ser un país
que busca a toda costa y por todos los medios la felicidad intramundana.
Creo
que buscar la felicidad es un movimiento del alma profundamente humano y está
bien que así sea. Y si todo ser humano la busca a toda costa no creo que sea
una locura generalizada sino más bien un signo que hemos nacido para ella.
Sin embargo,
viendo la realidad del mundo es bastante objetivo afirmar que no creo que nunca
nadie puede alcanzar la felicidad total en esta vida. No pienso que ésto se
deba a que nuestro anhelo de felicidad sea un engaño o una ilusión. Simplemente
considero que este gozo pleno no pertenece a este mundo.
Me
parece aún así necesario combinar ambos aspectos. Por un lado, alimentar
siempre nuestro deseo de ser felices, pero al mismo tiempo cultivar el realismo
que te hace comprender que es un ideal que no lo lograremos aquí. Por lo tanto,
no nos frustraremos cada vez que un obstáculo se entrometa en nuestro camino o
no alimentaremos la ilusión que la vida “no debería ser así” y al mismo tiempo
nuestra búsqueda alimentará la esperanza para seguir luchando por la felicidad.
A
lo que más bien tiendo es a estar segura que sí se puede lograr en esta vida
momentos de intensa felicidad, de
alegría plena, donde uno siente que está tocando el Cielo con las manos. Y aún
así, todos somos concientes cuán fácilmente estos momentos se nos ecabullen
como arena fina que corre por los dedos.
Si
al hablar de felicidad entendemos un estado de paz y bienestar permanente,
posible, que alcance a todo los seres humanos es imposible decir “Soy feliz”.
Por ejemplo, ¿Cómo puedo decir soy feliz si al costado mio hay personas
profundamente infelices y desdichadas? No creo que nadie pueda declararse feliz
si percibe que su vecino padece sin tregua. Puede sentir una felicidad parcial,
pero no total.
Me
dio un poco de ternura cuando leí la semana pasada dos artículos. Uno, se
trataba de una actriz de cine en la que a la pregunta del entrevistador ella
contestaba: “del matrimonio en adelante me espera la felicidad”. Y luego, un
joven apenas ordenado que con entusiasmo afirmaba “no vean las renuncias, soy
feliz”. No dudo que la actriz, así como el joven se hayan sentido en ese
momento tan importante de sus vidas profundamente felices. Sin embargo, no creo
que sea muy auténtico invitar a alguien a un camino de vida porque en ese
camino van a ser “felices”. Repito, creo que ofrecer la felicidad es en el
fondo una utopía para los necesitados e ingenuos de la vida.
Lo
más gracioso de todo es que en este momento me siento profundamente feliz.
Entonces resultaría paradójico desmentir este estado. Justamente porque me
siento hoy feliz, puedo decir con certeza que es más bien un estado del alma,
un estado que por mil factores puede variar de la noche a la mañana. En
concreto, mi felicidad no es tan efímera que dependa de bienes materiales,
elementos externos, o diversiones futiles. Hay un poco de eso. Pero lo que me
hace feliz en la vida es sentirme profundamente amada y amar. Aun así, el amor
hace sufrir y sufres por los que amas. La felicidad como plenitud no la podemos
encontrar aquí… creo firmemente que ahora el amor es siempre sufrido, en el más
allá estoy convencida que sólo reinará el amor.
Y esta
variación no cambia su autenticidad, o su realismo. Todo lo contrario, este
estado me hace seguir luchando para gozar siempre de esta paz interior, pero
también hace que lo viva con cierto desapego pues sé que la vida está hecha de
pruebas y dolores que no podemos evitar.
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