El setiembre poblano es bastante
lluvioso. Y cuando llueve así es como si la misma tierra te obligara a quedarte
en casa. Me gusta esta complicidad entre el clima y el alma. Y yo obedezco pues
quiero estar en casa. Es uno de esos días, en que al escuchar el dolor y
sufrimiento de otros parece que sólo se puede rezar.
No hay palabras que consuelen.
Ninguna frase es apropiada.
No hay manera de detener el dolor ajeno.
No hay posibilidad de sufrirlo por el
otro.
No hay poder de bilocación.
No se puede frenar ni la enfermedad ni la
muerte.
Ni el dolor propio ni el ajeno.
No se puede decir “no” a los eventos de
la vida.
No hay escapatoria, ni atajos.
Sólo se puede albergar el dolor del otro
en el alma, darle la bienvenida y hacer
las paces con él.
Sin embargo, para ser sincera, no creo que ni el
dolor ni el sufrimiento tenga la última palabra. Aunque a veces pareciera que
fuera así.
Por un lado, creo que el dolor es un
hermano que cuando visita de manera profunda el alma de alguien no puede volver
a hincarle destruyéndolo. El dolor si es recibido como hermano lo protege a uno del mismo dolor, haciéndolo fuerte frente a él.
Cuando visita y quiebra las propias
coyunturas del alma se genera un anticuerpo por el que su aguijón si bien
perceptible no es mortal.
No se muere del dolor.
Y el alma aprende a engañar al propio dolor.
Como diría el filósofo William James, todo dolor cuando es solemne
y profundo lleva dentro de sí algo de
esperanza, y toda alegría solemne para que no sea vana está siempre coloreada de
algo de dolor. No se puede estar “alegre” a secas, o “triste” a secas.
Hay días en que sólo se puede rezar…
No para quitarnos el dolor.
No para ahorrarnos del sufrimiento.
Sino para que el poder de Dios susurre en
el alma del otro esas palabras de consuelo y esperanza que no podemos
pronunciar.
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