Un hospital público en Nueva Zelanda. Un hospital público que desgraciadamente no podríamos soñar en América Latina con atención de primera, limpieza, pulcritud, puntualidad… y sobre todo justicia
social.
Ahí estábamos. Eran 4 camas. Había que descansar a pesar que
ya hubiese terminado la prueba sólo por cuestión de seguridad.
Frente a nosotros, acostado se encontraba un señor rellenito, como de 55 años, de tez redonda y
cara simpática. Descubrimos durante la conversación
que era un importante abogado de una zona del sur de Nueva Zelanda. Nos cuenta
de su trabajo, su agenda y sus enormes compromisos. Un hombre importante y
alegre. Nos deja por 45 minutos. Regresa de la prueba con sus ojos lagrimosos.
Estaba sufrido, desilusionado. Con tristeza nos dijo: “ya no
podré jugar rugby”. Quizás la constatación que simplemente estaba envejeciendo.
De pronto entra a la sala alguien que llamó
mi atención. Su tez pálida y su mirada perdida. Tenía tatuajes en los dos
brazos, y uno de sus ojos verdes lo tenía ligeramente desviado. Su cuerpo
parecía enorme y a pesar de estar acostado y cubierto con una frazada llamaba
la atención la enormidad de su cuerpo. Al principio no entendía bien de quién
se trataba. Había una mujer que lo acompañaba con uniforme. Nos preguntábamos
si sería la encargada de la ambulancia. Después de que se quedó a su costado
comprendimos que se trataba de un prisionero de la cárcel y ella era su vigilante.
El hombre nos comentaba que hacía un mes estaba internado, que había tenido un
ataque al corazón y que no sabían que tenía… pruebas y más pruebas y falta de
diagnóstico. Por su rostro se veía un tipo que había pasado por drogas y por mucho más. Cortes en la cara. Sin embargo, no había perdido un no sé qué
de simpatía y humor. A pesar de la incertidumbre de cómo estaba me daba la
impresión que para él era una especie de “vacaciones”. Bromeaba con la
enfermera y le decía que quería regresar a su piso a comer “jelly y ice-cream”.
Porque lo único que no había en “jail” (prisión) era “jelly”. (gelatina). Ahí
comprendimos que se trataba de un reo y que al menos estaba gozando de la gelatina y el helado que jamás tendría en la cárcel.
El abogado, el músico y el reo. Y ahí estaban los tres
compartiendo la misma prueba y también un poco de broma y
humor frente a la vida. Eso me gusta de las sociedades más justas. Donde desde
un hombre de clase adinerada puede gozar de los mismos beneficios que un reo.
Creo además que una sociedad más igualitaria genera también
una mayor solidaridad y una mayor realismo: el clasismo, la discriminación, el
arribismo, o la ambición es lo más “irreal” de la existencia pues al final
todos, absolutamente todos somos iguales: nacemos, vivimos, nos enfermamos y
seguimos luchando por la vida.
Nos íbamos. Después de 4 horas pudimos dejar el hospital.
Saludamos al abogado, le deseamos lo mejor, saludamos a nuestro amigo reo y nos
deseó buena suerte… nuestro amigo se sintió triste nosotros salíamos en 4 horas, él tenía que seguir ahí quién sabe hasta cuando. Finalmente miré por la ventana y ahí estaba frente a
nosotros el Océano y pensé que todos los que estábamos ahí gracias a Dios
estuvimos mirando el mismo mar y nos sentimos por unos instantes en la misma
barca de la existencia…
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