Conversando con una gran amiga que me conoce hace mas de 30 años, me decía que
yo siempre le insistía que no quería vivir en la ciudad, que mi ideal
seria vivir en el campo cerca de una ciudad. No me acordaba que era un deseo
tan profundo, cimentado y sobre todo tan “antiguo” dentro de mi. Y aquí me tienen, por esos
azares de la vida viviendo en Nueva Zelanda por un tiempo y cumpliendo mi
anhelo bastante primigenio.
Sensaciones de la infancia que regresan.
Una especie de dejà-vu de lugares a los que nunca fui y ante
los cuales siento que siempre conocí.
Y es que creo que es algo tan originario la experiencia de la persona frente a la naturaleza que además de las relaciones humanas y la relación con Dios nacimos para vivir en armonía con toda la creación.
Y es por la locura
humana que prescindimos de lo invisible divino y de lo mas visible y olvidado, eco de lo divino:
la naturaleza.
La naturaleza tiene su propio ritmo que aquieta el mío. Ella
no tiene libertad, sigue obedientemente la ley que la regula. Yo tengo libertad
y a veces acelero o desacelero desproporcionadamente ante la vida. Cuando
camino aquí en medio de ríos, colinas, praderas es como si los arboles, el rio,
las montañas me susurraran “obedece la ley de la vida”. Es como si su silencio y su paz me enseñaran que la verdadera Palabra solo brota del silencio: del silencio del que escucha, acoge y ama. La verdadera palabra es la palabra del amor y del don. Todo el resto es vana palabrería.
Recuerdo vívidamente cuando mis papas nos llevaban religiosamente los sábados de invierno a la
Cantuta, un lugar a 150km de Lima para escapar del frío y tener algo de
contacto con la naturaleza. El olor a eucalipto, la aridez de la montaña, la
sorpresa ante el riachuelo que se encontraba en medio de ella, el verde aquí y
allá del inicio de la sierra peruana… vividos recuerdos que me hacían
trasladarme a un mundo diferente de la ciudad: una atmósfera de paz, silencio,
verdor, conmoción y éxtasis.
Hoy vivo lo mismo. Basta caminar cien metros de la casa y me traslado a
otro mundo, o mejor dicho al verdadero mundo, aquel para el cual fuimos creados.
Un mundo mas en sintonía con la naturaleza, un mundo mas pacifico, silencioso,
calmado, un mundo mas contemplativo que se sabe en las manos de Otro y abandonado a ese Otro. Que razón tenía Rahner cuando señalaba que
solo la contemplación salvaría al mundo. A mi me esta salvando.
Nada alimenta más al ama que la contemplación de la creación, me imagino que así es, tal y como la concibió para nosotros su Autor.
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