“Te
odio”. “No lo perdono”; “quiero pero no puedo perdonarla”. “Perdono pero no
olvido”. “Es imperdonable lo que me hizo”; “Estoy resentido con ella”. Todas
ellas palabras y sentimientos de aquel que en algún momento de su vida ha
sentido la dificultad de perdonar.
Creo
que el perdón sea una de las cosas más desafiantes de la vida y sin embargo son
de esas virtudes que no podemos exigirnos a nosotros mismos ni podemos exigir a
los demás. No funciona como una varita mágica. Quisiéramos perdonar pero el corazón
está demasiado herido. A veces es más fácil perdonar pequeñas ofensas. Es más
difícil perdonar a quien quisimos mucho o a quien más nos hizo daño.
Es
un proceso lento que requiere tiempo para que la memoria se vaya purificando de
tristes recuerdos. Es más, es de sabios tener la paciencia con uno mismo de no poder
perdonar.
La
falta de perdón lleva al recuerdo continuo del pasado, a las heridas que otros
cometieron contra nosotros y suele traer consigo sentimientos de odio,
resentimiento, fastidio o aversión. Se hace difícil proyectarse hacia el futuro
y el presente se desvanece ante las manos.
No hay
una receta para el perdón. No creo en las recetas. Simplemente, creo que es más
sano liberarse de sentimientos negativos contra otros; no porque somos “malos”
si sentimos aversión, sino porque creo que un sentimiento así nos carcome a
nosotros mismos por dentro y no nos permite vivir el hoy.
No
juzgo si aparece en mi conciencia o en el corazón de alguien un sentimiento de
este tipo. Tengamos cuidado de ser de esos fariseos que se escandalizan con uno mismo o con los otros por esos "sentimientos feos" que salen de dentro. El odio por la maldad y la bajeza de alguien es absolutamente sano y es más hay que preocuparse si no se siente. Hay situaciones personales o de otros que nos hacen comprender con
absoluta empatía la dificultad del perdón.
Y es más, es fundamental para quien quiera de verdad perdonar que tenga la valentía de hacerle frente a la autenticidad de sus propios sentimientos y a la validez de los mismos.
A lo largo de la teología católica hemos tendido muchas veces a ese "buenismo" malsano. Ser cristiano significaría perdonarlo todo como si no hubiese habido ofensa y poner siempre la otra mejilla. Nos han enseñado de manera equivocada que sentir rabia contra una injusticia cometida o una actitud errada sería un sentimiento que no deberíamos consentir. Obviamente que no hablo aquí de ofensas pequeñas e insignificantes.
En un intento de búsqueda de falsa paz buscamos arreglar con un barniz superficial el daño causado: "no fue para tanto", "no fue su intención", "es absolutamente humano" sin mostrar con suficiente fuerza la indignación que nos debió causar el mal infligido. El primer paso verdadero hacia el perdón no es negar la ofensa, sino más bien llamarlo y denunciarlo con toda su fuerza.
En un intento de búsqueda de falsa paz buscamos arreglar con un barniz superficial el daño causado: "no fue para tanto", "no fue su intención", "es absolutamente humano" sin mostrar con suficiente fuerza la indignación que nos debió causar el mal infligido. El primer paso verdadero hacia el perdón no es negar la ofensa, sino más bien llamarlo y denunciarlo con toda su fuerza.
Y es más, es fundamental para quien quiera de verdad perdonar que tenga la valentía de hacerle frente a la autenticidad de sus propios sentimientos y a la validez de los mismos.
Pero
cuando uno analiza más a fondo el malestar que uno siente no se trata de “odio”
absoluto. Mejor dicho, creo que tras la rabia, el fastidio, el resentimiento
que tenemos contra el otro lo único que hay detrás es mucho pero mucho dolor. Y
ante más odio o malestar más dolor. El odio es sólo la reacción al dolor, el
odio es sólo esa primera caparazón para no sentir el profundo dolor que el otro
ha generado en nosotros.
En
el fondo el resentimiento no es más que el dolor profundo porque esa persona en
quien yo había puesto mi confianza, en quién había depositado mi amor o mi
amistad faltó al amor. Debió amarme, valorarme,
comprenderme, serme fiel, serme amigo y no lo fue.
El odio es sólo una ausencia, es un amor perdido, un amor
traicionado.
El odio no es más que el dolor de la falta de amor.
Por ello, me gusta
darle la cara a ese sentimiento de aversión, y preguntarle, ¿qué hay detrás de ti?
¿qué dolor me causaste? Ese será siempre para mi el camino de liberación.