domenica 31 maggio 2015

Te odio

“Te odio”. “No lo perdono”; “quiero pero no puedo perdonarla”. “Perdono pero no olvido”. “Es imperdonable lo que me hizo”; “Estoy resentido con ella”. Todas ellas palabras y sentimientos de aquel que en algún momento de su vida ha sentido la dificultad de perdonar. 

Creo que el perdón sea una de las cosas más desafiantes de la vida y sin embargo son de esas virtudes que no podemos exigirnos a nosotros mismos ni podemos exigir a los demás. No funciona como una varita mágica. Quisiéramos perdonar pero el corazón está demasiado herido. A veces es más fácil perdonar pequeñas ofensas. Es más difícil perdonar a quien quisimos mucho o a quien más nos hizo daño.

Es un proceso lento que requiere tiempo para que la memoria se vaya purificando de tristes recuerdos. Es más, es de sabios tener  la paciencia con uno mismo de no poder perdonar.

La falta de perdón lleva al recuerdo continuo del pasado, a las heridas que otros cometieron contra nosotros y suele traer consigo sentimientos de odio, resentimiento, fastidio o aversión. Se hace difícil proyectarse hacia el futuro y el presente se desvanece ante las manos.

No hay una receta para el perdón. No creo en las recetas. Simplemente, creo que es más sano liberarse de sentimientos negativos contra otros; no porque somos “malos” si sentimos aversión, sino porque creo que un sentimiento así nos carcome a nosotros mismos por dentro y no nos permite vivir el hoy.

No juzgo si aparece en mi conciencia o en el corazón de alguien un sentimiento de este tipo. Tengamos cuidado de ser de esos fariseos que se escandalizan con uno mismo o con los otros por esos "sentimientos feos" que salen de dentro. El odio por la maldad y la bajeza de alguien es absolutamente sano y es más hay que preocuparse si no se siente.  Hay situaciones personales o de otros que nos hacen comprender con absoluta empatía la dificultad del perdón. 

A lo largo de la teología católica hemos tendido muchas veces a ese "buenismo" malsano. Ser cristiano significaría perdonarlo todo como si no hubiese habido ofensa y poner siempre la otra mejilla. Nos han enseñado de manera equivocada que sentir rabia contra una injusticia cometida o una actitud errada sería  un sentimiento que no deberíamos consentir.  Obviamente que no hablo aquí de ofensas pequeñas e insignificantes.
 En un intento de búsqueda de falsa paz buscamos arreglar con un barniz superficial el daño causado: "no fue para tanto", "no fue su intención", "es absolutamente humano" sin mostrar con suficiente fuerza la indignación que nos debió causar el mal infligido. El primer paso verdadero hacia el perdón no es negar la ofensa, sino más bien llamarlo y denunciarlo con toda su fuerza.

Y es más, es fundamental para quien quiera de verdad perdonar que tenga la valentía de hacerle frente a la autenticidad de sus propios sentimientos y a la validez de los mismos. 

Pero cuando uno analiza más a fondo el malestar que uno siente no se trata de “odio” absoluto. Mejor dicho, creo que tras la rabia, el fastidio, el resentimiento que tenemos contra el otro lo único que hay detrás es mucho pero mucho dolor. Y ante más odio o malestar más dolor. El odio es sólo la reacción al dolor, el odio es sólo esa primera caparazón para no sentir el profundo dolor que el otro ha generado en nosotros.

En el fondo el resentimiento no es más que el dolor profundo porque esa persona en quien yo había puesto mi confianza, en quién había depositado mi amor o mi amistad faltó al amor.  Debió amarme, valorarme, comprenderme, serme fiel, serme amigo y no lo fue.

El odio es sólo una ausencia, es un amor perdido, un amor traicionado.
El odio no es más que el dolor de la falta de amor.


Por ello,  me gusta darle la cara a ese sentimiento de aversión, y preguntarle, ¿qué hay detrás de ti? ¿qué dolor me causaste? Ese será siempre para mi el camino de liberación.

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