Fue a los 9
años cuando mi padre fue internado de urgencia por una grave
peritonitis con un diagnóstico para nada prometedor. Al despedirse de mi con
voz temblorosa me dijo: “no te preocupes, ya regreso pronto”. No sé por qué en
mi inocencia e intuición de niña sabía que sólo lo había dicho para consolarme
y que pasarían meses y una grave enfermedad hasta que yo pudiese volverlo a
ver. Creo que ese evento marcó de manera profunda mi vida y generó en mi una
mayor conciencia de la soledad que todo ser humano vive. Mi padre era
mi amigo, mi confidente, mi héroe y de pronto dejó un vacío, en el que día a
día generaba en mi la angustia de no poderlo ver nunca más. Y ustedes saben como es. Para una niña 9 meses
son como 9 años.
Fueron
años de enfermedad pero el temor a la pérdida del ser querido y el miedo a la
soledad me persiguió como una sombra oscura y tenebrosa. Temor cuando mis papás
viajaban, temor si mi hermana no me acompañaba al colegio y no sentía su
presencia. Mis amigas y compinches llenaban frecuentemente ese pánico al vacío
de la soledad. A veces parecía como si mi alma fuera un huaco de la cultura
Nazca o Paracas con su horror al vacío.
Gracias
a mi personalidad sociable siempre estaba rodeada de amigas y de mi familia.
Pero aún así, cuando se acercaba la noche percibía que había una soledad que
nada ni nadie podía cubrir. Desde muy temprana edad pensé que ese vacío sólo
podía ser llenado por Dios, por lo que desde pequeña comencé a rezar y leer el
Evangelio con ardiente pasión.
Han pasado ya muchos años y ciertos mitos han caído. Fui un poco idealista. Creí en las amistades inquebrantables, en las promesas hechas olvidándome que todos somos de barro y arcilla y que ningún ser humano puede colmar la totalidad de tu corazón. Y por eso creo que recién
hoy enfrento con toda su profundidad este gran misterio de la soledad. Estoy
sola frente a mis decisiones, sola frente a la vida, sola frente al misterio de
Dios, sola frente a la enfermedad y sola frente a mi muerte. Es interesante como los ortodoxos a sabiendas que Dios es Trinidad, también le llaman el Dios solo... algo de razón tienen.
Y esta reflexión de la soledad no es pesimista ni aislada. Todo lo contrario, creo que quien lleva bien la soledad es más capaz de amar. Para
E. Fromm el amor surge de la experiencia de esta soledad y separatidad
que hace que uno busque salir del aislamiento para encontrar el amor y el
encuentro. Para Fromm esta experiencia de soledad produce y es fuente de toda
angustia. Pues estar separado significa vivir aislado, desvalido, incapaz de
aferrar el mundo.
Concuerdo con Fromm sobre esta experiencia de
separatidad y soledad que genera una angustia existencial en el ser humano y
que lo vuelca al encuentro con el otro. Sin embargo, más que afirmar que el
encuentro brota de esta soledad, diría más bien que la vivencia de la comunión
es como el reverso de la moneda de la soledad. Es decir ambos dinamismos se
encuentran en toda persona. Por un lado, todos somos concientes de nuestra
soledad, de nuestra separatidad. Sabemos que nos enfermamos solos, que morimos
solos y que por más acompañados que estemos en nuestras decisiones son
“nuestras decisiones”. Por otro lado, tenemos todo otro dinamismo que nos
invita al amor y a realizarnos en el. Somos felices con el amor de la propia
familia, de los hijos, de los parientes, amigos, de la propia pareja. El amor a
los demás a través del servicio y la caridad nos hace sentirnos solidarios con
el destino de la humanidad. Pero hay momentos que tenemos que pasar por la soledad, y estos son inevitables.
Ni la soledad ni el amor pueden estar desligados.
Ambos se necesitan mutuamente. Si se busca el amor sin saber estar solo y estar
bien con uno mismo, fácilmente se caerá en la posesividad o en el amor
simbiótico o utilitarista tanto con el marido como con los hijos. DEBO AMAR A
LA HERMANA SOLEDAD. Si se vive la soledad en aislamiento con una actitud
cerrada al amor, la tristeza y la angustia se apoderarán de la persona. Por
ello para que el amor sea maduro debe siempre de ir acompañado de esta
conciencia de individualidad y del espacio al amor a mi mismo y para que la
soledad no sea estéril debe fructificar en el amor hacia los demás: «En contraste con la
unión simbiótica, el amor maduro significa unión a condición de preservar la
propia integridad, la propia individualidad. El amor es un poder activo en el
hombre; un poder que atraviesa las barreras que separan al hombre de sus
semejantes y lo une a los demás; el amor lo capacita para superar su
sentimiento de aislamiento y separatidad, y no obstante le permite ser él
mismo, mantener su integridad. En el amor se da la paradoja de dos seres que se
convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos». (Fromm)
Vemos así
que el nosotros jamás anula la unicidad de cada quien y por ello es fundamental
mantener tanto la soledad como la comunión, la presencia como la ausencia. Hay
en todos nosotros una cierta inmadurez pensando que es mi pareja la que tiene
el deber de hacerme feliz y buscar en todo momento la felicidad con esa persona:
«En la vida de la pareja, esta renuncia a la propia
fantasía de totalidad y esa apertura a la realidad del otro como se hace
obligada condición para acceder a un auténtico encuentro y comunión solidaria y
constructiva. Sólo la aceptación de la ineludible separación que nos
constituye, el asumir la propia ausencia, permitirá favorecer la identidad del
otro, celebrarla, llegar a identificarse con sus propias satisfacciones,
empatizar con sus necesidad y angustias, compartir su placer y su dolor, etc.
Ello implica mostrar también la capacidad para renunciar a esa fácil tendencia
de pretender configurar al otro con el perfil que haría posible la conjunción
perfecta que añora el deseo pulsional. De alguna manera, la relación debe estar
marcada por un respeto fundamental a la libertad del otro como otro, de respeto
a la intimidad de su deseo. Sólo así se hace posible el acompañamiento mutuo,
con ese carácter íntimo y exclusivo que posee la relación de pareja. Un
acompañamiento que, sin embargo, no podrá nunca, ni debe pretenderlo, anular la
íntima soledad que a todos nos constituyen como sujetos»[1].
«La
separación, pues, es insalvabile y la diferencia no podrá nunca ser eliminada.
En esa misma medida, una constante de frustración y conflicto serán, por tanto,
también permanentes. La decepción, el reproche, la rivalidad, la envidia, son
sentimientos que en cualquier momento pueden surgir en la dinámica de la
relación. Por ello, será sumamente importante que se adquiera la posibilidad de
dar nombre a esos sentimientos experimentados y a los conflictos que
inevitablemente surgirán en el choque que produce las particulares aristas de
esos dos perfiles que intentan ajustarse y unirse. La diferencia debe ser
entonces afrontada en una comunicación profunda que sepa combinar la caridad…
con la ternura, la comprensión y la aceptación mutua. Se trata en esa
comunicación de encontrar nuevos caminos de reparación y de mutua acomodación a
las diferencias del otro. La discusión en el seno de la pareja no debe, pues
ser temida. Ella abre también la posibilidad de buscar nuevas soluciones al
intento de conquistar esa nueva identidad que se tiene que ir creando desde la
relación de pareja»[2].
O acepto la soledad de la vida o nunca podré
vivir con plenitud la alegría del amor y de la comunión con los que amo. Si
rechazo la soledad me hundiré en una vana socialización. Si sólo busco compañía
la soledad me perseguirá sin tregua. Tengo que hacer las paces con la hermana
soledad, porque al final… nunca estamos solos y siempre lo estamos.
Buenísimo este post cara Ro... más viejas coincidencias como el buen vino:
RispondiEliminahttp://roncuaz.blogspot.com/2012/09/soledad.html
Pero el tuyo es mucho más completo y paciente... como siempre
RispondiEliminagracias Ronquito... ahora leo el tuyo.
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