Vacaciones viene del latín “vaco” que significa la “privación de las ocupaciones”. El término
latino para indicar nuestras vacaciones o mejor dicho nuestro tiempo libre fue “otium”
pero es muy complicado traducirlo al español como ocio, porque ha asumido un
valor claramente negativo.
El “otium” latino se
refería al tiempo que se dedicaba a sí, a lo “privado” y que balanceaba e
integraba el “negotium” que era el
tiempo de la actividad pública según el gran Cicerón.
Pero a mi me sigue gustando el origen latino “otium” porque es lo contrario al “negotium”. Negotium
implica la actividad hacia afuera, la obra de nuestras manos, la lucha por la
supervivencia. La concentración en estos asuntos es fundamental, pero siempre
es un movimiento hacia fuera de nosotros mismos.
No hay manera de balancear nuestras vidas sin este “otium” de tiempo para uno mismo, para lo
privado, para la familia, para el compartir en común, para el descanso, para actividades que no tengan un
interés más allá del fin contemplativo y del goze.
Creo que cada persona tiene que encontrar que “otium” es el mejor para ella. Necesitamos al menos una vez al año este otium, que es el concederse tiempo para uno mismo, para los suyos y la familia. Hay
unos que les relaja más la playa y el sol, o visitar nuevas ciudades o
parientes. A mi en concreto, me fascinan las vacaciones familiares en la montaña, más que
cualquier otro tipo de vacaciones.
Realizar caminatas en montaña tiene siempre una cuota de esfuerzo
para llegar a la cumbre. Esta energía necesaria se ve renovada cuando uno se
detiene en el camino para consumir algo
de la sobria mochila que se lleva. Los momentos de meditación mientras que se
sube, la concentración en el camino, el silencio que abraza a los caminantes y
la parca belleza incomparable con lo que se mirará desde lo alto son algunos
hitos describibles de esta hermosa experiencia.
Vacaciones en la montaña significa estar dentro de casa en los
momentos de frío sentados todos alrededor de la fogata, unos leyendo, otros
escuchando las noticias o quien cocinando para los demás. Montaña e invierno es
tiempo de focolar, familia y compartir. Montaña e invierno llama al silencio, a la reflexión.
Siempre he sentido la
presencia de Dios a través de la naturaleza. Esta vez fue diferente. Más que
presencia sentí más deseo, aunque como diría San Agustín, el deseo es ya
presencia. Sin embargo, nunca como esta vez sentía a un Dios más grande que
todo lo que contemplaba, un Dios más lejano y por tanto más Dios. Un Dios menos sensible para mi, pero por ello más atractivo, menos hecho a mi medida. Un Dios que deja sus rastros en la naturaleza pero no
se agota en ella, y que su misterio y bondad están más allá de nuestra
capacidad racional.
Recuerdo la cita que Dios sólo se hizo presente al profeta
a través de un delicado susurro pues no estaba presente en los ruidos potentes
de la naturaleza. Algo así siento entre la ciudad y la montaña. Es como si el
excesivo ruido no permitiese darle espacio a Dios ni a la dimensión más
profunda de nuestra vida. Dios no se ha alejado del hombre, somos nosotros que
lo hemos arrinconado… y pareciese que la montaña es el lugar de “retiro” de
Dios. Lo hemos empujado a un exilio involuntario con nuestras vanas
pretensiones, con nuestro mundo alborotado y nuestros ritmos esquizoides. Sin embargo, el sigue allí, esperando, esperando visitantes a su templo natural.
Para ser sincera, cuando estoy en la montaña, reafirmo mi convicción que pocas cosas de la
vida me parecen realmente importantes y siento que para ser felices no
necesitamos de mucho, o mejor dicho sólo necesitamos lo esencial: la dimensión
espiritual de la vida, el amor por la familia y el trabajo de nuestras manos.
Creo que muy dentro de mi, soy más una mujer de montaña, aunque vivo
en la ciudad. ¿O quizás más bien hemos dejado que lo bello de la montaña no
esté más en la ciudad? Lo único que sé es que los nuevos cielos y las nuevas
tierras se parecerán mucho a lo vivido o me harán sentir como me he
sentido.