lunedì 18 agosto 2014

La montaña





Vacaciones viene del latín “vaco” que significa la  “privación de las ocupaciones”. El término latino para indicar nuestras vacaciones o mejor dicho nuestro tiempo libre fue “otium” pero es muy complicado traducirlo al español como ocio, porque ha asumido un valor claramente negativo.

El “otium” latino se refería al tiempo que se dedicaba a sí, a lo “privado” y que balanceaba e integraba el “negotium” que era el tiempo de la actividad pública según el gran Cicerón.

Pero a mi me sigue gustando el origen latino “otium” porque es lo contrario al “negotium”. Negotium implica la actividad hacia afuera, la obra de nuestras manos, la lucha por la supervivencia. La concentración en estos asuntos es fundamental, pero siempre es un movimiento hacia fuera de nosotros mismos.

No hay manera de balancear nuestras vidas sin este “otium” de tiempo para uno mismo, para lo privado, para la familia, para el compartir en común, para el descanso, para actividades que no tengan un interés más allá del fin contemplativo y del goze.

Creo que cada persona tiene que encontrar que “otium” es el mejor para ella. Necesitamos al menos una vez al año este otium, que es el concederse tiempo para uno mismo, para los suyos y la familia. Hay unos que les relaja más la playa y el sol, o visitar nuevas ciudades o parientes. A mi en concreto, me fascinan las vacaciones familiares en la montaña, más que cualquier otro tipo de vacaciones.

Realizar caminatas en montaña tiene siempre una cuota de esfuerzo para llegar a la cumbre. Esta energía necesaria se ve renovada cuando uno se detiene en el camino para  consumir algo de la sobria mochila que se lleva. Los momentos de meditación mientras que se sube, la concentración en el camino, el silencio que abraza a los caminantes y la parca belleza incomparable con lo que se mirará desde lo alto son algunos hitos describibles de esta hermosa experiencia.

Vacaciones en la montaña significa estar dentro de casa en los momentos de frío sentados todos alrededor de la fogata, unos leyendo, otros escuchando las noticias o quien cocinando para los demás. Montaña e invierno es tiempo de focolar, familia y compartir. Montaña e invierno llama al silencio, a la reflexión.

 Siempre he sentido la presencia de Dios a través de la naturaleza. Esta vez fue diferente. Más que presencia sentí más deseo, aunque como diría San Agustín, el deseo es ya presencia. Sin embargo, nunca como esta vez sentía a un Dios más grande que todo lo que contemplaba, un Dios más lejano y por tanto más Dios. Un Dios menos sensible para mi, pero por ello más atractivo, menos hecho a mi medida. Un Dios que deja sus rastros en la naturaleza pero no se agota en ella, y que su misterio y bondad están más allá de nuestra capacidad racional.

Recuerdo la cita que Dios sólo se hizo presente al profeta a través de un delicado susurro pues no estaba presente en los ruidos potentes de la naturaleza. Algo así siento entre la ciudad y la montaña. Es como si el excesivo ruido no permitiese darle espacio a Dios ni a la dimensión más profunda de nuestra vida. Dios no se ha alejado del hombre, somos nosotros que lo hemos arrinconado… y pareciese que la montaña es el lugar de “retiro” de Dios. Lo hemos empujado a un exilio involuntario con nuestras vanas pretensiones, con nuestro mundo alborotado y nuestros ritmos esquizoides. Sin embargo, el sigue allí, esperando, esperando visitantes a su templo natural. 

Para ser sincera, cuando estoy en la montaña, reafirmo mi convicción que pocas cosas de la vida me parecen realmente importantes y siento que para ser felices no necesitamos de mucho, o mejor dicho sólo necesitamos lo esencial: la dimensión espiritual de la vida, el amor por la familia y el trabajo de nuestras manos.

Creo que muy dentro de mi, soy más una mujer de montaña, aunque vivo en la ciudad. ¿O quizás más bien hemos dejado que lo bello de la montaña no esté más en la ciudad? Lo único que sé es que los nuevos cielos y las nuevas tierras se parecerán mucho a lo vivido o me harán sentir como me he sentido.