Hay sonidos amigos que saben a infancia, que se sienten como
juego conocido,
que se ven con rostro maternal, y que se escuchan como
sonidos del alma.
Esos son los sonidos que cada quien guarda secretamente y
que al ser evocados hacen eco dentro para recordarnos que no estamos solos en
este mundo, que le pertenecemos y que al reconocerlos después de no haberlos escuchado por mucho tiempo, podemos regresar y abrazarlos como si fuera ayer.
En mi vida son pocos. Pero valen.
La corneta del heladero. Gran tradición peruana, aunque de
origen italiano. Un luchador, de esos que inmigraron en busca de oportunidades
y que con una carretilla llevaba los helados D’onofrio. Una carretilla amarilla
con una corneta inconfundible… una corneta que se paseaba por todas las calles
de Lima, sea de invierno o verano y que a todos nos hacía salir corriendo de
nuestras casas para comprarle un helado en verano; los que habíamos
ahorrado nuestra propina pensando en su llegada podíamos darnos hasta el lujo
de comprar un Frío Rico o como gran hazaña la Copa Esmeralda, ese helado de
vainilla que traía todos los tesoros que podía ser posible encontrar en un helado: trozitos de
chocolate, maní, mermelada de fresa y al final de la copa el anhelado merengue… cada capa era un descubrimiento.
¿Qué más se le puede pedir a un helado?
Pero la corneta también nos acompañaba de invierno, pues el
heladero seguía siendo heladero aunque vendiera sólo golosinas de invierno:
dígase Sublime, Princesas o Sorrento (pero más grandes, como los hacían antes).
Un sonido que unía las cosas más simpáticas de la vida: el llegar del colegio y
estar viendo Hechizada o mi Bella genio y sentir la corneta del heladero e ir
corriendo porque ya lo conocíamos, por que teníamos cuenta con él y nuestros
pobres padres los fines de mes tenían que pagar nuestros helados diarios o
chocolates invernales. El heladero representaba todo lo bueno que un niño podía
desear: el engreimiento de tus papás, el rostro fiel del amigo que viene desde lejos, desde unos barrios que tú no conoces y que a diario viene a traerte lo que tanto quieres, el dulce que ameniza una tarde y el juego
de treparse en esa carretilla para ver hasta el foooondo todos los helados que
tenía.
El sonido dominical. Es un sonido único. ¡Tamaaaaales,
ricooos tamaaaaaales! Es el sonido del descanso, del día en que todos nos
levantamos tarde, no se trabaja, se toma un desayuno rico donde mi papá prepara
los huevos revueltos, donde se toma un cafecito cargado junto a un tamalito
caliente que llega a tu casa en unos canastones gigantes que nuestro negrito
coquetero y salsero carga por Miraflores. Es el sonido que si bien te alza,
son de esas levantadas que después puedes quedarte en pyjama porque es domingo
y porque después del desayuno con el periódico en mano seguirás descansando. Es
el sonido de ese negro que es toda sonrisa blanca que sabe que todos estamos en
la casa, que nadie quiere salir, que todos lo esperamos a él, pues un limeño no se niega un tamalito el domingo. Más aún si viene acompañado
con un par de bongoes, y un bailecito que entretiene al comprador.
Tengo un sonido que hace mucho que no lo escucho. Y lo
extraño. Me hace falta: “revolución caliente para rechinar los dientes”. Es el
sonido típicamente limeño, del pregón de la revolución caliente, que pide dejar
las puertas abiertas para que él pueda vender sus revoluciones. Esos dulcecitos
de anís. Suaves y tiernos. Que llegaban con un farolito iluminando el paso de quien vendía. Estábamos en clase de guitarra con el famoso profesor Jorge Arrieta. Él prometía a quien tocara bien una bolsita de revoluciones. ¡Qué esfuerzo para ganar el premio! Qué sabor, sabor a antiguo, sabor a Lima, sabor a
tradición, sabor al costumbrismo que extraño de mi amada ciudad.
El avión sobre nuestros techos. Sonido nostálgico. Como la nostalgia de
los aereopuertos. ¡Cuántos se van y cuántos regresan! Si alguien pudiese recoger
los sentimientos que tantos vivimos en el avión explotaría de la intensidad. No
podría. Es el sonido de la espera. Es el sonido de por favor apúrate para
llegar a ver al amor de mi vida, a mis padres necesitados, a mis hermanos del
alma, a mis amigos entrañables. Es el sonido de por favor no quiero sentirte,
llevas contigo a la persona que amo, me lo arranchas con tus turbinas y junto
con él me arrancas las entrañas. Es el sonido del avión, de aquellas horas
interminables en donde mejor se piensa, donde vienen las ideas geniales, donde
tantos han escritos libros, ideado proyectos, llorado pérdidas y esperado pisar
tierra. Es el sonido que te hace sentir a Dios porque estás tocando las nubes, porque estás en el
Cielo.