mercoledì 12 ottobre 2011

El tiempo, el amigo olvidado








      ¡Me pareció genial este reloj! Las manecillas son la sombra que proyectan las tres bombillas. Algo así como que hay una dimensión nuestra del tiempo, algo que depende de la luz que le pongamos para que marque la hora.

      Hoy fui con mi padre y lo acompañe al médico. Y debo decir. No hay cosa que más me cueste como hacer una cola, esperar un turno y tener que “no hacer nada”. Así que en esta espera tediosa me puse a pensar en el tiempo.

      Nada que se construya con apuros tiene visos de futuro. Toda la realidad tiene un ritmo que no es el de nuestros proyectos, ideas o velocidades. En el stress de nuestras ciudades se valora la eficacia, los efectos palpables, los resultados inmediatos. Sin embargo, cuán fácil nos olvidamos que las cosas selectas de la vida no se encuentran corriendo detrás de ellas. A todo hay que darle tiempo: al conocimiento profesional, a un gran amor, a construir una familia, a cumplir una misión, a crear una obra de arte, a tener relaciones de amistades sólidas, a perdonar una ofensa, aplacar un dolor, aceptar el fracaso u olvidar un amor no correspondido. Todo necesita que el corazón esté abierto para dejar penetrarse por la realidad e irla asumiendo de a pocos. El tiempo tiene que entrar dentro como un compañero inseparable y no como un enemigo temible. Lo que buscamos nos llega como consecuencia…. Cuando se busca por lo que recibimos muy rara vez se encuentra.

      Somos arrogantes y soberbios no sólo con los otros sino también con el hermano tiempo. Queremos imponerle nuestras reglas, someterlo a nuestros estados anímicos, apresurarlo cuando se clava una pena en el alma, alargarlo cuando nos inunda la alegría, ajustarlo para que se multipliquen los instantes…

       Definitivamente hay una dimensión subjetiva del tiempo. Somos en parte nosotros los que lo llenamos de plenitud, brío y juventud o somos también nosotros los que lo avejentamos con nuestra desesperanza, pesimismo o apatía donde los segundos se vuelven horas y las horas siglos…

       Hoy estamos en una época que todos queremos negar el tiempo. Basta pensar en la búsqueda desenfrenada por parecer físicamente más jóvenes.  Algo ha entrado en la cultura que quiere matar el paso del tiempo. Hay un errado deseo que el tiempo se detenga. No lo valoramos como antes. No percibimos esta dimensión subjetiva del tiempo:  ¡No es algo extraño a mí, el tiempo está también dentro de mi! El tiempo es como un riachuelo que corre, que si es con sabiduría va limpiando a su paso todo lo que encuentra.

     Pero también hay una dimensión objetiva del tiempo. Una dimensión ante la cual tenemos que rendirnos obedientes y callados, con un silencio reverencial. Quien lee el Evangelio puede siempre encontrar una frase de Jesucristo: “aún no ha llegado mi hora”. Nunca se precipitó, nunca aceleró inútilmente una acción, nunca forzó una realidad para hacer que los hombres lo aceptaran. El se dejó moldear por el tiempo y la “hora” por excelencia fue la hora de su pasión. La plenitud del tiempo sólo se realiza en el amor. Sólo somos dueños del tiempo no cuando lo tratamos como verdugos, sino cuando lo colmamos de entrega y hacemos que un poco de eternidad entre en nuestro tiempo mortal.

       Si anhelamos ganar tiempo, aprendamos a perderlo.

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