venerdì 28 ottobre 2011

¡Qué sonidos!


Hay sonidos amigos que saben a infancia, que se sienten como juego conocido,
que se ven con rostro maternal, y que se escuchan como sonidos del alma.

Esos son los sonidos que cada quien guarda secretamente y que al ser evocados hacen eco dentro para recordarnos que no estamos solos en este mundo, que le pertenecemos y que  al reconocerlos después de no haberlos escuchado por mucho tiempo, podemos regresar y abrazarlos como si fuera ayer.
En mi vida son pocos. Pero valen.

La corneta del heladero. Gran tradición peruana, aunque de origen italiano. Un luchador, de esos que inmigraron en busca de oportunidades y que con una carretilla llevaba los helados D’onofrio. Una carretilla amarilla con una corneta inconfundible… una corneta que se paseaba por todas las calles de Lima, sea de invierno o verano y que a todos nos hacía salir corriendo de nuestras casas para comprarle un helado en verano; los que habíamos ahorrado nuestra propina pensando en su llegada podíamos darnos hasta el lujo de comprar un Frío Rico o como gran hazaña la Copa Esmeralda, ese helado de vainilla que traía todos los tesoros que podía ser posible encontrar en un helado: trozitos de chocolate, maní, mermelada de fresa y al final de la copa el anhelado merengue… cada capa era un descubrimiento. ¿Qué más se le puede pedir a un helado?
Pero la corneta también nos acompañaba de invierno, pues el heladero seguía siendo heladero aunque vendiera sólo golosinas de invierno: dígase Sublime, Princesas o Sorrento (pero más grandes, como los hacían antes). Un sonido que unía las cosas más simpáticas de la vida: el llegar del colegio y estar viendo Hechizada o mi Bella genio y sentir la corneta del heladero e ir corriendo porque ya lo conocíamos, por que teníamos cuenta con él y nuestros pobres padres los fines de mes tenían que pagar nuestros helados diarios o chocolates invernales. El heladero representaba todo lo bueno que un niño podía desear: el engreimiento de tus papás, el rostro fiel del amigo que viene desde lejos, desde unos barrios que tú no conoces y que a diario viene a traerte lo que tanto quieres, el dulce que ameniza una tarde y el juego de treparse en esa carretilla para ver hasta el foooondo todos los helados que tenía.

El sonido dominical. Es un sonido único. ¡Tamaaaaales, ricooos tamaaaaaales! Es el sonido del descanso, del día en que todos nos levantamos tarde, no se trabaja, se toma un desayuno rico donde mi papá prepara los huevos revueltos, donde se toma un cafecito cargado junto a un tamalito caliente que llega a tu casa en unos canastones gigantes que nuestro negrito coquetero y salsero carga por Miraflores. Es el sonido que si bien te alza, son de esas levantadas que después puedes quedarte en pyjama porque es domingo y porque después del desayuno con el periódico en mano seguirás descansando. Es el sonido de ese negro que es toda sonrisa blanca que sabe que todos estamos en la casa, que nadie quiere salir, que todos lo esperamos a él, pues un limeño no se niega un tamalito el domingo. Más aún si viene acompañado con un par de bongoes, y un bailecito que entretiene al comprador.

Tengo un sonido que hace mucho que no lo escucho. Y lo extraño. Me hace falta: “revolución caliente para rechinar los dientes”. Es el sonido típicamente limeño, del pregón de la revolución caliente, que pide dejar las puertas abiertas para que él pueda vender sus revoluciones. Esos dulcecitos de anís. Suaves y tiernos. Que llegaban con un farolito iluminando el paso de quien vendía. Estábamos en clase de guitarra con el famoso profesor Jorge Arrieta. Él prometía a quien tocara bien una bolsita de revoluciones. ¡Qué esfuerzo para ganar el premio! Qué sabor, sabor a antiguo, sabor a Lima, sabor a tradición, sabor al costumbrismo que extraño de mi amada ciudad.


El avión sobre nuestros techos. Sonido nostálgico. Como la nostalgia de los aereopuertos. ¡Cuántos se van y cuántos regresan! Si alguien pudiese recoger los sentimientos que tantos vivimos en el avión explotaría de la intensidad. No podría. Es el sonido de la espera. Es el sonido de por favor apúrate para llegar a ver al amor de mi vida, a mis padres necesitados, a mis hermanos del alma, a mis amigos entrañables. Es el sonido de por favor no quiero sentirte, llevas contigo a la persona que amo, me lo arranchas con tus turbinas y junto con él me arrancas las entrañas. Es el sonido del avión, de aquellas horas interminables en donde mejor se piensa, donde vienen las ideas geniales, donde tantos han escritos libros, ideado proyectos, llorado pérdidas y esperado pisar tierra. Es el sonido que te hace sentir  a Dios porque estás tocando las nubes, porque estás en el Cielo.

giovedì 20 ottobre 2011

Cerrar el círculo


 Hoy recibí un mail de una persona que había leído mi post anterior sobre la necesidad de no pensar tanto en nuestros problemas y entregarnos con amor a los demás. Y escribió algo interesante:

“Tu recomendación del cierre del texto debería ser ocupada por mucha gente, pero tengo una pregunta...  ¿qué haces tú con tus problemas? 
Necesitas o ser muy fuerte o tener una persona que siga tu mismo método y que esté presente cuando tú puedas necesitar ayuda o alguien con quien conversar. Es necesario que sea aplicado por mucha gente de modo que sea algo circular y se pueda cerrar”.
Esta reflexión me pareció muy sugerente. ¿Qué haces con tus problemas? Luego añade dos posibilidades. Quisiera rebatir la primera: "Necesitas o ser muy fuerte…"
 En esta frase hay que aclarar un punto. ¿Qué cosa significa ser fuerte ante los problemas? A veces comprendemos la fortaleza como la capacidad de no mostrar nuestras debilidades, sellarlas dentro y lograr enmascarar ante los demás el dolor con una sonrisa que señala el control de la situación. Ser fuerte interiormente está muy lejos de lo que normalmente se entiende por fortaleza.
La fortaleza es la virtud que nos invita a ser pacientes en el sufrimiento. Paciente viene del latín “passio”, que significa pasión, dolor. Paciente es aquél que soporta con constancia y reciedad el sufrimiento tanto físico como moral. Por ello a los enfermos también se les denomina pacientes… pues tienen que sufrir el dolor físico.
Como señalara Santo Tomás: “La paciencia se juzga grande en dos circunstancias: o cuando uno soporta grandes adversidades o cuando se sostienen adversidades que se podrían evitar pero no se evitan”. La primera circunstancia no necesita explicaciones. La segunda circunstancia que señala Santo Tomás no hace referencia a una búsqueda de sufrimientos inútiles, sino más bien a la aceptación de una adversidad que se podría haber evitado pero que por valores más altos, por principios morales o por amor heroico hacia los demás es aceptada.
Creo además que un elemento clave  de la paciencia ante las adversidades es su relación con el tiempo. La paciencia viene del verbo pazientare, es decir, de saber sufrir con serenidad las contrariedades de la vida.
La paciencia es necesaria en los sufrimientos y en las dificultades concretas de la existencia. A veces son sufrimientos físicos, otras son sufrimientos causados por los demás o por las circunstancias y otros son el resultado de nuestras mismas acciones. Un problema tiene la característica de no avisarnos cuando llega ni tampoco de avisarnos en qué momento terminará. La actitud normal de la persona es buscar que la situación termine lo antes posible. Es justo tratar de encontrar soluciones para resolver el problema. El punto es que, muchas veces hemos puesto todos los medios adecuados para que el problema sea resuelto pero nos tomas con la impotencia de no podernos librar de él. Es ahí, que necesitamos la fortaleza interior para soportar con valentía, sabiduría, sentido del humor, resiliencia el dolor que nos invade. 
Y este soportar con fortaleza no significa negar el dolor o huir de él. Todo lo contrario. La persona fuerte es aquella que reconoce profundamente su fragilidad, su vulnerabilidad y con sabiduría sabe llevar el momento difícil. Ha de saber como dice el eclesiástico "engañar el alma en el sufrimiento" y distraerse para no dar vueltas inútilmente. Hay que buscar personas que nos ayuden a llevar la carga, acudir a la oración, recargar energías con aquellas actividades que sabemos que nos motivan...
Y aquí va la segunda propuesta de mi interlocutor: “o tienes una persona que siga tu mismo método… para cerrar el círculo”.
La pregunta que se alza naturalmente es: ¿a qué persona elijo para cerrar el círculo? Como decía un monje británico qué importante es escoger bien con qué personas podemos abrirnos, dejarnos aconsejar y apoyar. Es el arte de saber elegir las amistades. Y cuántas veces nos equivocamos.
Por ello, no se trata de ir mostrando a todos nuestras heridas o sufrimientos. No podemos ser ingenuos. Desgraciadamente hay personas que gozan con el mal ajeno. Existe un mal común en Lima llamado el chisme y lógicamente, muchas veces preferimos callar pues no queremos estar en la boca de terceros. Otras veces no deseamos hacer sufrir a quienes ya con las justas pueden con sus propios problemas. Sin embargo, estos obstáculos reales no nos debe nunca hacer vivir a la defensiva. Más bien nos tienen que encaminar a la virtud de la prudencia. A saber quién o quienes son las personas con las cuales podamos compartir, abrirnos, confiar y enriquecernos mutuamente.
Es muy importante que no seamos esclavos de nuestra imagen de “fuertes” que nos imposibilita ser sinceros con los que más queremos.
Por lo tanto ante la pregunta ¿Qué haces con tus problemas? Si, el que me escribió tiene razón, suelo cerrar el círculo porque durante mi caminar siempre he encontrado personas buenas que han estado  dispuestas a darme una mano, un consejo, apoyo, solidaridad, oraciones. Recibo tanto amor de tantas personas que no puedo sino hacer lo mismo. Sólo me pongo a pensar en el día de hoy. He recibido tanto de muchas personas. Y creo que es estando abiertos a todo ese amor, afecto, pequeños detalles que nos llenamos de fuerzas para a su vez entregarlo. El secreto de la vida está ahí en los pequeños detalles.




mercoledì 19 ottobre 2011

Una buena terapia


Hoy me siento extraña. Vuelvo de la clínica. A mi padre le operaban los ojos. Algo muy sencillo. Sin embargo, mientras estaba en la sala pre-operatoria esperando que prepararan a mi papá escuché tres diálogos de tres diversas familias con parientes que estaban siendo operados una de un cáncer, la otra del páncreas y la tercera de una múltiple fractura. Quizás podría haber pensado: es la vida. Tarde o temprano nos pasa a todos. Sin embargo no me consuela.

He visto al papá sufrido por su hija con cáncer. El señor tenía los ojos cargados de lágrimas, las cienes hinchadas por la tensión, caminaba de un lado a otro señalando que su hija iba poniéndose más tensa al ver que la hora de la operación llegaba. El hijo de la mujer, un joven rellenito con la mirada nostálgica de hush puppies, confortaba al resto diciendo “está más tranquila”. Mientras una tía comentaba: “este chico es un tesoro, no sábes cómo tranquiliza a su madre”.

La segunda familia hablaba con el doctor. La situación era por lo que comentaban bastante grave. El doctor estaba tenso. Trataba de aliviar el dolor de la familia y sobre todo del marido que preocupado preguntaba por los efectos de la operación. Las explicaciones del doctor eran vanas, esas palabras que nuestros pobres y valientes médicos tienen que tratar de inventar para consolar lo inconsolable, para calmar lo incalmable, yéndose por las ramas para desviar un poquito la atención del sufrimiento familiar.

Y la mujer con fracturas múltiples. Salida de la sala de operaciones y recibida por su madre anciana. Esta mujer no tenía a nadie más. No había otro pariente que la recibiera o la acompañara.  Pobre mujer… ella quien debería ahora ser cuidada por su hija, tiene que seguir siendo una mamá que con su fragilidad recibía con ternura a su pequeña grande niña dormida aún por la anestesia.

No hay una respuesta ideológica al dolor humano. Cristo mismo no nos explicó el sentido del dolor con una parábola. Es uno de esos argumentos de los cuales no usó parábolas. Cristo sabía que era un misterio demasiado grande… por ello decidió vivirlo en primera persona. Recorrerlo como un mortal y experimentar lo que todos nosotros experimentamos.

Soledad, angustia, preocupación, solidaridad, miedo, dolor, compasión. Estas cuatro horas no sólo han servido para quitarle la catarata a mi padre. Me ha hecho recordar que cada día es un don. Que tengo que agradecer el don de la salud. Y que no puedo pasar por la vida huyendo del dolor ajeno sabiendo que todos los días salen por esas salas quirúrgicas miles de personas sufridas y adoloridas. No es para vivir entristecidos. Pero sí creo que todos los que gozamos de salud tenemos una gran responsabilidad. Tenemos que hacer que cada día que nos leventamos con fuerzas las usemos para el bien de los demás, para amar a cada uno de los que nos rodea. Y creo que por algo una de las sietes obras de misericordia es visitar al enfermo. Creo que cada semana debemos preguntarnos: ¿ tengo a alguien que conozco enfermo o postrado en la cama? 

Hoy conversaba con una prima mia de lo individualistas que nos habíamos vuelto los seres humanos, incluso con nuestros parientes más cercanos. Y razón no le falta. Nos miramos el ombligo: nuestros problemas, nuestras insatisfacciones, nuestros deseos incumplidos, nuestras tristezas o decepciones. Al ver el egocentrismo que vivimos, percibo que es como mala hierba. Hace ya un buen tiempo que tengo una terapia contra tremenda enfermedad. Si un día nos sentimos mal, cabizbajos o tristes inmediatamente hemos de preguntarnos: ¿Hay alguna persona que yo conozca que se encuentre sufriendo? Y coger el teléfono, el i-phone, el blackberry, el skype o cuanto medio tecnológico encuentre para buscarla. Cosa extraña. El amor hace pasar el propio dolor. Por que si nos ponemos a pensar, si bien es cierto el dolor es real, hay una dimensión que depende del espacio que le demos en nuestra conciencia y corazón. Por lo tanto cuanto más piense en mi dolor más me va a doler. Cuánto más me vuelque a consolar el dolor ajeno, mi dolor propio se transformará en amor y mi mundo cambiará de color.


mercoledì 12 ottobre 2011

El tiempo, el amigo olvidado








      ¡Me pareció genial este reloj! Las manecillas son la sombra que proyectan las tres bombillas. Algo así como que hay una dimensión nuestra del tiempo, algo que depende de la luz que le pongamos para que marque la hora.

      Hoy fui con mi padre y lo acompañe al médico. Y debo decir. No hay cosa que más me cueste como hacer una cola, esperar un turno y tener que “no hacer nada”. Así que en esta espera tediosa me puse a pensar en el tiempo.

      Nada que se construya con apuros tiene visos de futuro. Toda la realidad tiene un ritmo que no es el de nuestros proyectos, ideas o velocidades. En el stress de nuestras ciudades se valora la eficacia, los efectos palpables, los resultados inmediatos. Sin embargo, cuán fácil nos olvidamos que las cosas selectas de la vida no se encuentran corriendo detrás de ellas. A todo hay que darle tiempo: al conocimiento profesional, a un gran amor, a construir una familia, a cumplir una misión, a crear una obra de arte, a tener relaciones de amistades sólidas, a perdonar una ofensa, aplacar un dolor, aceptar el fracaso u olvidar un amor no correspondido. Todo necesita que el corazón esté abierto para dejar penetrarse por la realidad e irla asumiendo de a pocos. El tiempo tiene que entrar dentro como un compañero inseparable y no como un enemigo temible. Lo que buscamos nos llega como consecuencia…. Cuando se busca por lo que recibimos muy rara vez se encuentra.

      Somos arrogantes y soberbios no sólo con los otros sino también con el hermano tiempo. Queremos imponerle nuestras reglas, someterlo a nuestros estados anímicos, apresurarlo cuando se clava una pena en el alma, alargarlo cuando nos inunda la alegría, ajustarlo para que se multipliquen los instantes…

       Definitivamente hay una dimensión subjetiva del tiempo. Somos en parte nosotros los que lo llenamos de plenitud, brío y juventud o somos también nosotros los que lo avejentamos con nuestra desesperanza, pesimismo o apatía donde los segundos se vuelven horas y las horas siglos…

       Hoy estamos en una época que todos queremos negar el tiempo. Basta pensar en la búsqueda desenfrenada por parecer físicamente más jóvenes.  Algo ha entrado en la cultura que quiere matar el paso del tiempo. Hay un errado deseo que el tiempo se detenga. No lo valoramos como antes. No percibimos esta dimensión subjetiva del tiempo:  ¡No es algo extraño a mí, el tiempo está también dentro de mi! El tiempo es como un riachuelo que corre, que si es con sabiduría va limpiando a su paso todo lo que encuentra.

     Pero también hay una dimensión objetiva del tiempo. Una dimensión ante la cual tenemos que rendirnos obedientes y callados, con un silencio reverencial. Quien lee el Evangelio puede siempre encontrar una frase de Jesucristo: “aún no ha llegado mi hora”. Nunca se precipitó, nunca aceleró inútilmente una acción, nunca forzó una realidad para hacer que los hombres lo aceptaran. El se dejó moldear por el tiempo y la “hora” por excelencia fue la hora de su pasión. La plenitud del tiempo sólo se realiza en el amor. Sólo somos dueños del tiempo no cuando lo tratamos como verdugos, sino cuando lo colmamos de entrega y hacemos que un poco de eternidad entre en nuestro tiempo mortal.

       Si anhelamos ganar tiempo, aprendamos a perderlo.

giovedì 6 ottobre 2011

El fascinante don de la libertad




       Es fascinante toparse con nuevas fuerzas y ángulos del alma y el espíritu. Nunca dejamos de conocernos. Y es en los cambios de la vida y en las nuevas situaciones que nos conocemos con mayor profundidad. Cambiar de ciudad, trabajo, o ambiente hace que afloren en nosotros nuevas cualidades que antes no habíamos visto. Al mismo tiempo también se hacen evidentes defectos o limitaciones que antes no percibíamos. Pero lejos de estos cambios que suelen ser accidentales, creo que lo sugestivo es descubrir cómo la identidad de uno mismo permanece como un edificio sólido y estable, como una roca fuerte. Y uno se alegra profundamente porque se admira con estupor del don más maravilloso que tenemos: la libertad. Si, a todos y cada uno de nosotros, se nos abren cada día cientos de posibilidades de acción y decisión. A algunos les puede dar vértigo esta experiencia de libertad. A otros, antes que sentir la inseguridad del ejercicio consciente y responsable de la propia libertad prefieren rendirse ciegamente ante estructuras, ídolos o dinámicas sociales que decidan por ellos: todo tipo de dictaduras, desde la dictaduras que buscan dominar los corazones y las mentes, hasta la dictadura de la opinion de los demás, pasando por la dictadura del libre mercado y del relativismo imperante. Pero, ¡qué responsabilidad que tenemos de alejarnos de este tipo de condicionamientos y ejerzamos con audacia y con consistencia el maravilloso don de la libertad! Cuánta razón tenía San Agustín cuando decía “ama y haz lo que quieras”.

       En estos días he escuchado a amigas que tienen dificultad en educar a sus hijos. No saben cómo hacer para que opten libremente por el bien, por lo que es justo. Y es que creo que no podemos olvidar que hay dos elementos fundamentales para ejercer bien la libertad: los valores y las normas. Como señalaba Guardini: “el valor se vincula con lo dinámico, lo vibrante; la norma con lo estático, lo inmutable, lo absoluto; el valor manifiesta cercanía e interioridad, la norma distancia y altura; el valor suscita la estimación y la participación, la norma llama a la obediencia”. Ambas cosas, los valores y las normas se necesitan y se reclaman. Pero a veces en la educación de los hijos y en la propia vida nos volvemos unos moralistas con un sin fin de normas que asfixian el alma y reprimen el corazón, pues no nacen de la adhesión a los valores esenciales.


       Los valores se relacionan más con el centro del espíritu, con el corazón. Los valores se adhieren al alma por la belleza de su ser. Y por eso la libertad y su orientación hacia el bien permanecen intactas a pesar de los cambios. Ya puede hacer lo que quiere, porque “ama”. Y es que urge en nuestra sociedad, en nuestras familias amar los valores. Urge que los amemos en primera persona: amar el bien, amar la verdad, amar la justicia, amar la transparencia, amar el amor. Y amarlos no por un imperativo categórico sino porque me hago más persona, más yo.

       El mismo Guardini añadía: “Experimento como una liberación –si digo la verdad. Algo se eleva en mí, se extiende. Gracias a todo obrar moral el yo moral gana terreno en mí. Algo absolutamente íntimo deviene dueño de sí mismo. Está correctamente en el orden de lo que debe ser, en el orden moral”. Efectivamente, decir la verdad cuando lo exige el bien común es hacer justicia, y hacer justicia no es otra cosa que ordenar algo que en el pasado estaba desordenado. Por ello, la justicia es reparadora, porque vuelve a poner en orden lo que injustamente por opciones erradas había sido un caos y había dañado otras personas.

       El espíritu enferma no cuando el hombre se equivoca “sino cuando abandona la verdad; no cuando miente, incluso si miente con frecuencia, sino cuando no toma la verdad como tal como algo que obliga, no cuando miente a otros sino cuando dirige su vida a destruir la verdad. Entonces él enferma en el espíritu”. El espíritu enfermo no reconoce la belleza del bien, y la belleza le parece un bien superfluo.

       Qué aventura la de encaminar nuestras vidas y nuestra libertad hacia el bien y la verdad. Qué conmovedor ver cómo esa libertad se siente atraída por lo bello, por lo verdadero, por lo bueno. Y no soy ingenua. No quiere decir que no nos equivoquemos o que sintamos otras fuerzas que se contradicen y quieren traicionar la libertad. No quiere decir que no nos desviemos. Pero sí quiere decir que la libertad sabe a dónde volver porque lo exige la llamada arcana del propio yo.

       Soy feliz de ser persona.

lunedì 3 ottobre 2011

A un amigo





Se disipa el triste desconsuelo
cuando la trama de comunión
tejida con paciencia y desvelo
se reanuda con el hilo del perdón.

Son las lágrimas del fiel amigo
que al entrar en la tierra quebrantada
le recuerda de haber sido un riachuelo vivo
y la sequedad de hoy una nada

Es el rostro de Dios que se acerca
Hay fiesta en el alma porque se ama
Es todo un hermoso preludio ya tan cerca
De la gran sinfonía que nos llama

Son dos mendigos indigentes
Y la amistad un pedacito de pan confortante
Sus manos se alzan al Cielo suplicantes
Y ambos piden el agua vivificante

domenica 2 ottobre 2011

Vamos pa' delante




Acababa de llegar a Lima. Mi entrañable amiga Mónica E. - esas amigas de siempre que uno puede no haber visto por 20 años y al reecontrarlas es como si hubiese sido ayer - me llamó para caminar por el Regatas. Así que asumí el reto de caminar los 9 km, los cuales Mónica recorría con frecuencia. Íbamos concentradas en el  caminar y en la cháchara que nos envolvía. Me puso al día de los pormenores simpatiquísimos de cada uno de sus hijos. Me quedé sorprendida de los cambios limeños, por ejemplo cuando me comentaba la complejidad en la que se ha convertido organizar un cumpleaños para una hija: toda una empresa entre local, animadores, personajes de los cartoons de moda, etc. Recordábamos cómo en nuestros cumpleaños bastaba pop-corn, unas cuantas gelatinas, petipanes con pollo y todos los niños corriendo como locos jugando a policías y ladrones y listo el cumpleaños.

Mientras conversábamos nos encontrábamos  por el muelle de la playa número 1. Cuál fue mi sorpresa cuando me dijo ¿has visto esa ave? La vi detenidamente y quedé atónita ante su presencia. Me volteo y le digo: “es el pájaro limeño”. Es el pájaro de Lima. No son los gallinazos de Ribeyro. El escritor quiso expresar en su cuento la pobreza de nuestros barrios con los gallinazos que rodeaban el muladar. Pero en cambio, este pájaro envuelve todo el pueblo que vive en Lima: ricos y pobres, micios, menos micios y pitucos, cholos, negros, chinos y blancos. Por que todos somos así. A todos nos cubre la neblina limeña pero todos despuntamos con una acogida y una chispa que nos caracteriza.

Es que este pájaro es él mismo un contraste: todo gris, como el cielo limeño, pero al mismo tiempo ¡qué color en la cabeza! Rojo, amarillo y negro. Qué vivacidad que transmite a pesar de su color gris. Como en todo el lenguaje del mundo animal, lo más importante es la cabeza. La serpiente puede dejar que le pisen todo pero salva siempre su cabeza. El pájaro puede tener su cuerpo cubierto de gris pero su cabeza queda inmune y está llena de colores… a los limeños nos puede pasar de todo, pero creo que tenemos una resiliencia bien alta para superar los problemas, un poco de gracia, de sazón y pa' delante. 

Y por esta gracia en medio de las dificultades creo que tenemos que hacer honor al pájaro limeño.

Recién ahora puedo responder a una de mis dudas. Siempre me pregunté cómo era posible que con esa neblina los limeños no seamos personas deprimidas o comedidas o circunspectas. Lo podríamos ser como los ingleses o los milaneses. Se les perdona su tristeza por el cielo tapado. Llevando mi pregunta a distintas personas de por qué no éramos como estos personajes nórdicos, mi hermana con la sencillez que la caracteriza me dice:  “los milaneses y los ingleses no tienen tres meses de SOL junto a un océano inmenso para poder refrescarse”. ¡Cuán cierto! A qué limeño a los  cinco años en verano no lo tiraban al agua para aprender a nadar. Y nadar o hacer surf en Lima es como esquiar para un suizo. Algo natural.

Gris por la neblina, pero gris con océano y sol veraniego. Como el bello durmiente de la canción de la gran Chabuca Granda: “y el gris soberbio manto de tu costa que al subir por los cerros en colores se torna”. No es un gris cualquiera, es un gris austero, sobrio, pero soberbio porque tiene un océano. Sí, es una “desnuda costa” pero muy “ilusionada”, como nuestro pájaro. Gris pero colorida. Gris pero alegre. Y no olvidemos nuestro emblema, podemos estar cubiertos de un gris pero salvemos la cabeza con colores que nos hagan dignos.