Hacía ya algunos años que no había regresado a la sierra
peruana. Fui a una pequeña ciudad llamada Yauyos, a 2500 mt. de altura. Es
difícil expresar lo que se siente de estar en un mismo día en Miraflores, con
el tráfico, el ruido, la gente y en seis horas encontrarse en un paisaje
silencioso, abrazada por las montañas altísimas de nuestros Andes peruanos,
arrullada con el canto suave del río y con una pequeña población de campesinos
de una gran pobreza pero de una humanidad riquísima.
Es difícil contemplar esta belleza y no creer en Dios, no
sentir su presencia, su Amor. Sin embargo, tanta belleza estaba cargada de
misterio, misterio de amor indescifrable, misterio de grandeza que me exigía
simplemente una acogida reverente.
Pero frente a la belleza de la naturaleza no pude no sentir
una profunda tristeza al ver la realidad de nuestros pueblos. Y eso que Yauyos
al ser capital de provincia no es un lugar olvidado de nuestra sierra. Pero aún
falta mucho. Falta educación, desarrollo agrícola, mejores condiciones de vida…
Esta tristeza se aimanó al encontrar la calidad y acogida de su gente, la
sabiduría de sus ancianos, la sencillez del campesino. Sin embargo, no pude
dejar de sentirme responsable frente a la situación del Perú. La brecha entre
el desarrollo y el subdesarrollo es aún muy grande, el abismo que colmar entre
la situación de la costa y la de estos pueblitos es aún fuerte. Sin embargo,
tiene todas las posibilidades de crecimiento y robustecimiento. Se ven mejoras
y sí tengo mucha esperanza que el proceso de descentralización va a seguir
adelante.
Creo firmemente que para hacer honor a nuestra tierra, el
contraste de la belleza de los Andes tiene que reducirse frente a la pobreza de
nuestros pueblos.
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